Colegio de Escribanos Provincia de Buenos Aires

El consumidor inmobiliario

Fundamentos para la aplicación del régimen protectorio del consumidor en la actividad inmobiliaria

Esteban D. Otero

Sumario: I- Introducción. Metodología propuesta. II- La relación de consumo y el contrato de consumo. Breve secuencia histórica. III- Objeto. IV- Los sujetos. 1. El proveedor. 2. El consumidor. V- La conexidad contractual y su relación con el régimen legal del consumidor. VI- La contratación inmobiliaria y su relación con el régimen protectorio de consumo. VII- Algunos supuestos de derecho del consumo inmobiliario en particular. 1. Conexidad contractual en la adquisición de bienes condicionada a la obtención del crédito para su pago (art. 36, LDC). 2. La prescripción y su aplicación a favor del consumidor inmobiliario. 3. El fideicomiso de garantía y la responsabilidad del fiduciario frente al adquirente consumidor inmobiliario. 4. El fideicomiso al costo y la figura del fiduciante adherente. VIII- Palabras finales

I. Introducción. Metodología propuesta

El derecho de consumo constituye, sin dudas ya, una rama autónoma que se sustenta sobre sus propios principios. Pero, aun así, su aplicación resulta transversal con relación a las restantes ramas. El derecho inmobiliario no es ajeno a este fenómeno, sin perjuicio de lo cual, su alcance ha sido un tanto más tardío, y a menudo resistido, que otros ámbitos de contratación. El presente trabajo tiene como principal objetivo reflexionar sobre los aspectos y criterios que han caracterizado esta evolución, realizando un recorrido por la legislación, la doctrina y jurisprudencia.

No abordaremos específicamente aquí el análisis sobre los innumerables efectos que esta relación genera en aspectos trascendentes como la formación del consentimiento, la publicidad, los deberes de conducta en las relaciones preliminares, etc. Más bien, como primer paso para lo anterior, pretendemos justificar y presentar cómo ha sido y es que la adecuación normativa ha habilitado esta conjunción de ambas ramas jurídicas, dando lugar a lo que actualmente se denomina consumidor inmobiliario.

Por eso focalizaremos el estudio en las pautas generales que habilitan la aplicación del régimen protectorio del consumo a los negocios inmobiliarios. Analizaremos los conceptos que permiten este tratamiento desde una visión histórica y a la vez actual. En ese orden de ideas, nos proponemos tratar la configuración de la relación de consumo con su significado, los elementos que la componen –objetivos y subjetivos– y su adecuación al plano inmobiliario.

Por otra parte, no podemos soslayar la especial trascendencia que la teoría sobre la conexidad contractual ha tenido en este campo, que es común tanto al derecho de consumo como al inmobiliario. La correlación de esta concepción superadora de la antigua creencia sobre el contrato como un fenómeno jurídico autónomo y autosuficiente en cuanto a los efectos que persigue, nos obliga a analizar la praxis jurídica y negocial con la integración que la conexidad ha generado en el derecho de consumo, como fuente de varias de sus reglas y como complemento para su adecuada aplicación.

Finalmente, justificaremos esta hipótesis, mediante la fundamentación que nos lleva inexorablemente a entender muchos de los actos y negocios que se desarrollan considerando al consumidor inmobiliario como un sujeto legitimado para la protección que el régimen garantiza. En ese orden, presentaremos algunos ejemplos que constituyen el campo de mayor conflictividad, para encontrar en ellos los puntos de conexión entre los conceptos estudiados.

La finalidad central será, así, reflexionar sobre los aspectos que deben considerarse a la hora de abordar el tratamiento de esta clase de negocios, para el operador jurídico –notario o abogado– en su faz de asesoramiento, prevención y eventualmente, litigiosa.

II. La relación de consumo y el contrato de consumo. Breve secuencia histórica

El régimen protectorio del consumidor se inaugura legislativamente en la Argentina a partir de la promulgación de la ley 24.240, sancionada el 22 de septiembre de 1993 y promulgada parcialmente el 13 de octubre del mismo año, ya que fue vetada en parte por el Poder Ejecutivo.

El art. 1 del texto original de esa ley disponía que:

La presente ley tiene por objeto la defensa de los consumidores o usuarios. Se consideran consumidores o usuarios, las personas físicas o jurídicas que contratan a título oneroso para su consumo final o beneficio propio o de su grupo familiar o social:

a) La adquisición o locación de cosas muebles;

b) La prestación de servicios;

c) La adquisición de inmuebles nuevos destinados a vivienda, incluso los lotes de terreno adquiridos con el mismo fin, cuando la oferta sea pública y dirigida a personas indeterminadas.

Posteriormente, en 1994, la modificación de nuestra Carta Magna incorporó en su art. 42 la jerarquía constitucional de este derecho y en el art. 43 reconoció la legitimación para interponer acciones en defensa, entre otros, de los derechos del usuario y el consumidor. El primero de estos artículos dispuso que:

“Los consumidores y usuarios de bienes y servicios tienen derecho, en la relación de consumo, a la protección de su salud, seguridad e intereses económicos; a una información adecuada y veraz; a la libertad de elección, y a condiciones de trato equitativo y digno.

“Las autoridades proveerán a la protección de esos derechos, a la educación para el consumo, a la defensa de la competencia contra toda forma de distorsión de los mercados, al control de los monopolios naturales y legales, al de la calidad y eficiencia de los servicios públicos, y a la constitución de asociaciones de consumidores y de usuarios.

“La legislación establecerá procedimientos eficaces para la prevención y solución de conflictos, y los marcos regulatorios de los servicios públicos de competencia nacional, previendo la necesaria participación de las asociaciones de consumidores y usuarios y de las provincias interesadas, en los organismos de control”.

De estas dos normas –art. 1, ley 24.240 y art. 42, Constitución Nacional (CN)– que transcribimos para una mayor comprensión del tema, se desprende que mientras el primer texto del art. 1 ubicaba el objeto de la ley en la protección del consumidor que contrata a título oneroso, la norma constitucional, de vigencia posterior, reconocía el derecho de los consumidores y usuarios en el ámbito de la “relación de consumo”.

Ambas expresiones –contrato de consumo y relación de consumo–, no son similares ni marcan una sinonimia en sus significados. En gran medida, explicar esta diferencia nos servirá para comprender la extensión del ámbito de protección en el que el régimen se expande cuando se refiere a la relación, y a la vez justificará la fundamentación interpretativa de la jurisprudencia y doctrina más actualizada que alcanza al derecho inmobiliario.

Volviendo a las breves notas históricas necesarias para comprender este proceso, aun cuando se señale la divergencia entre la mayor extensión del término constitucional por sobre la de la expresión incorporada en la ley 24.240 que la antecedía, la relación de consumo como objeto normativo recién se estableció en 2008 cuando esta última norma resultó modificada por la ley 26.361.

De esta manera, la ley 24.240 quedó modificada en los extractos que nos importan para el análisis propuesto en los arts. 1 y 3. En el primero se eliminó la alusión a “contratar” que refería el texto original cuando definía al consumidor, para disponer que se consideraba como tal a “toda persona física o jurídica que adquiere o utiliza bienes o servicios en forma gratuita u onerosa como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social”. Como puede verse comparativamente, el aspecto de acción para calificar al consumidor dejó de estar en la contratación para ubicarse en los modos en los que este accedía a los bienes o servicios; y agrega que tal finalidad podía alcanzarse a través de una relación de onerosidad o gratuidad. Además, el artículo añade en esta modificación legislativa que: “Se considera asimismo consumidor o usuario a quien, sin ser parte de una relación de consumo, como consecuencia o en ocasión de ella adquiere o utiliza bienes o servicios como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social, y a quien de cualquier manera está expuesto a una relación de consumo”. Para completar este concepto, el nuevo art. 3 incorporó otra modificación trascendente al señalar y definir que la relación de consumo es “el vínculo jurídico entre el proveedor y el consumidor o usuario”.

Por lo tanto desde 2008, y en concordancia con la manda constitucional consagrada en el art. 42 CN, se pasó de un sistema que, según la ley en su versión original, protegía exclusivamente a los consumidores que hubieran celebrado un contrato de consumo (es decir, excluía cualquier otro vinculo que no tuviera como antecedente el convencional), a otro que ampliaba considerablemente el ámbito protectorio a todo sujeto que integrara directa o indirectamente una relación de consumo.

El cambio, aun cuando pueda acusarse una considerable demora –transcurrieron quince años para que se plasmara–, obedeció no solamente a la coordinación de la norma dispositiva con la constitucional, sino que se potenció, a poco de su entrada en vigencia, por la interpretación doctrinaria y judicial para la aplicación de esta normativa originaria. Esta tendencia interpretativa fue forzando su ampliación más allá del primitivo ámbito restrictivo aludido, forjándose así la idea de que debía extenderse a la relación de consumo, como concepto abarcativo del contractual, pero más vasto. La reforma constitucional del año 1994, en cierta medida consagraba esta idea, abandonando la noción restrictiva de contrato, para consolidar la protección constitucional a la relación de consumo.

La doctrina reconoció claramente esta ampliación. Como bien señala Muller1 al referirse a este nuevo esquema normativo, “esto importa extender su ámbito de aplicación en consonancia con el art. 42 de la CN, ya que ahora queda condicionado a la noción amplia de la relación de consumo, entendida –de acuerdo con el nuevo art. 3– como vínculo jurídico entre consumidor y proveedor que podrá tener fuentes diversas: un contrato, un acto ilícito o un acto jurídico unilateral”. En esa misma línea de razonamiento, agrega este jurista que “no cabe duda de que el propósito que anima al legislador no es otro que clausurar de manera definitiva los debates existentes –aunque acotados en la actualidad– en orden a la incidencia de la ley sobre los sectores financieros, asegurador, de ahorro previo, del transporte, etc.”, a los que agregaremos, como más adelante se explicará, el sector inmobiliario.

Desde entonces, el régimen protectorio consumeril aplica a toda relación de consumo en la que los sujetos involucrados sean un consumidor o usuario, por un lado, y un proveedor, por otro. En síntesis, para avanzar sobre este ámbito de aplicación, podemos sostener que mientras en el contrato de consumo es necesario reconocer al acto jurídico bilateral de contenido patrimonial, en la relación de consumo, no es requisito ese reconocimiento, aun cuando lo incluya, claro está.

Para comprender cabalmente esta nueva dimensión, vale traer a colación lo que muy clara y concisamente explica Rosatti2, cuando expresa que la relación de consumo “no es entonces una mera situación ‘individual’ y tampoco ‘abstracta’ o ‘ideal’, sino una vinculación (‘bilateral’ o ‘multilateral’) y concreta o real”, para luego agregar que “tal relación es –además– jurídica, o sea ‘prevista’ o ‘previsible’ para el derecho. Tiene normalmente base contractual, pero engloba aspectos previos, concomitantes o posteriores a la oferta-aceptación, usualmente no contemplados en el contrato, tales como la publicidad o propaganda del producto”.

De esta manera, podemos afirmar que la relación de consumo está definida por la ley de acuerdo con los elementos que como tal la componen, entre los que, además de los sujetos antes mencionados, encontramos el objeto y las fuentes. Así, la norma adquiere la coherencia que exige el principio protectorio constitucional, a partir del criterio que normativamente se desprende de su texto.

Sin embargo, no ha sido única ni permanente la interpretación sobre las fuentes y principios que justifican la consolidación de la relación de consumo como ámbito que habilita la invocación del régimen de protección al consumidor. Para llegar a ello se han desarrollado diferentes criterios. Por eso, así como la regulación ha ido evolucionando, los criterios para determinar la extensión y significado de la relación de consumo también acompañaron este desarrollo. Por eso podemos afirmar, como bien indica Lorenzetti3, que han sido determinantes para ello varios principios como el favor debitoris, el favor debilitis y la protección de grupos de contratantes en función de la tipicidad contractual. Por su carácter dinámico y evolutivo, esta reflexión resulta capital. Es clave para comprender, como es intención de este artículo, la aplicación del derecho del consumo al derecho inmobiliario y en definitiva a la actual protección del consumidor inmobiliario. No podemos entonces cristalizar estas reflexiones, sino más bien aprehenderlas desde el dinamismo con el que debe responderse a una realidad negocial material que, por su naturaleza, está sujeta a un constante y vertiginoso cambio, al que jurídicamente debe responderse para sostener, no solo formal sino prácticamente, el valor justicia.

Por eso, podemos resumir estos criterios en tres claramente diferenciados: uno objetivo, en el que el fundamento protectorio se centra en la relación jurídica de consumo propiamente dicha; otro de carácter subjetivo, en el cual la idea matriz es la vulnerabilidad que se presume en todo consumidor; y finalmente un tercer criterio que podríamos denominar mixto, basado en un conjunto de principios, muchos de ellos con fuente normativa, cuya finalidad es proteger al consumidor en el marco de la relación jurídica determinada.

En lo que refiere a nuestro derecho, de acuerdo con lo brevemente explicado, podemos concluir que el sistema se sustentó inicialmente en un criterio subjetivo, en el cual el concepto de vulnerabilidad resultaba preponderante, al definir al consumidor y ubicarlo como sujeto contratante, para luego evolucionar a un plano decididamente objetivo en el que la protección se justificó sobre el concepto de relación de consumo, como vínculo jurídico reconocible y regulado a tal efecto. Las modificaciones introducidas por la ley 26.361 confirman esta tendencia y es por ello que será esencial, para el análisis de la casuística inmobiliaria en particular, tener presente esta evolución y la consagración legislativa de este criterio, para su interpretación y aplicación a cada caso.

Finalmente, la promulgación de la ley 26.994, que derogó los antiguos códigos civil y de comercio, entre otras normas, y puso en vigencia el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación (CCyC), consagró definitivamente el Estatuto del Consumidor, que regula los contratos de consumo en el título III, del libro III (arts. 1092 a 1122) en un escalafón normativo que lo equipara con la Teoría General del Contrato y sus normas generales (arts. 957 a 1091) y con la regulación de los contratos en particular (arts. 1123 a 1707). A partir de esta ubicación legislativa, podemos afirmar que el sistema de normas imperativas que integran este régimen protectorio tiene prevalencia sobre las normas generales y particulares de los contratos y las obligaciones. Por eso, la calificación de un contrato como de consumo permite garantizar esta prevalencia del régimen protectorio sobre cualquier otra norma y contenido contractual, y constituye un supuesto de restricción a la autonomía de la voluntad en la que se pretende dar especial virtualidad y aplicación al sistema protectorio, en favor del interés del consumidor y usuario, para asegurar así que no se configure una ruptura fáctica o jurídica en el equilibrio entre los sujetos que integran la relación. Esta conclusión se desprende a su vez de lo dispuesto en el art. 1094, CCyC, que expresamente dispone que “las normas que regulan las relaciones de consumo deben ser aplicadas e interpretadas conforme con el principio de protección del consumidor y el de acceso al consumo sustentable. En caso de duda sobre la interpretación de este Código o las leyes especiales, prevalece la más favorable al consumidor”. Para completar este encuadre, el actual art. 3, ley 24.240, en sus últimos dos párrafos completa esta regla de prevalencia y de integración normativa al disponer que “las disposiciones de esta ley se integran con las normas generales y especiales aplicables a las relaciones de consumo, en particular la Ley 25.156 de Defensa de la Competencia y la Ley 22.802 de Lealtad Comercial o las que en el futuro las reemplacen. En caso de duda sobre la interpretación de los principios que establece esta ley prevalecerá la más favorable al consumidor”, para luego concluir que “las relaciones de consumo se rigen por el régimen establecido en esta ley y sus reglamentaciones sin perjuicio de que el proveedor, por la actividad que desarrolle, esté alcanzado asimismo por otra normativa específica”. A su vez, el CCyC ha incorporado especialmente un encuadre general normativo y armónico que se aplica a los denominados contratos celebrados por adhesión, que complementariamente, asiste al estatuto consumeril y viceversa, aun cuando debamos aclarar que ambas calificaciones –contratos de adhesión y contratos de consumo– no son lo mismo, pudiendo un mismo contrato reunir ambas calificaciones, o una u otra, exclusivamente.

Volviendo a la regulación particular del ámbito legal del consumo, la ley 24.240, que acompaña al Código, ha sido modificada en varios artículos, aunque no derogada, por la ley 26.994. Se consigue así una estructura normativa en la que el CCyC importa el conjunto de reglas y principios dispositivos generales en la materia, que la ley 24.240 acompaña con aspectos regulatorios más específicos y puntuales. Como señala Stiglitz, “El Derecho del Consumidor en el Código Civil y Comercial importa entonces –a nuestro juicio– una evolución signada por la jerarquía, eficacia y estabilidad del sistema de protección jurídica”4. Aun así, en honor a la brevedad, señalaremos cuando corresponda solamente aquellos aspectos regulatorios que coinciden o se diferencian en ambas normas, acotados al tratamiento del tema aquí propuesto.

De este modo, podemos afirmar que en la actualidad, el consumidor inmobiliario encuentra un marco protectorio apto para su vinculación con los negocios inmobiliarios. A continuación desarrollaremos esta idea al describir cada uno de los elementos que componen la relación de consumo.

III. Objeto

Uno de los cambios paradigmáticos que confirman la ampliación del régimen protectorio del consumidor está evidenciado en los bienes y servicios que pueden ser objeto de la relación de consumo.

Inicialmente, el art. 1 de la ley 24.240 determinaba que la adquisición o locación de cosas muebles podían ser objeto de contrato de consumo. Cuando se tratara de contratos realizados entre consumidores cuyo objeto sean cosas usadas, no aplicaba la ley (art. 2, última parte), por lo que quedaban excluidos. Nos referimos en términos generales a muebles, no solamente porque así surgía textualmente del artículo, sino porque la misma norma limitaba la posibilidad de calificar a las transacciones sobre inmuebles como contrato de consumo, en cuyo caso solamente podía ser considerado como tal, aquel contrato en el cual el objeto fuera la adquisición de inmuebles nuevos destinados a vivienda, incluso los lotes de terreno adquiridos con el mismo fin, cuando la oferta fuera pública y dirigida a personas indeterminadas. A todo esto, se sumaban además los servicios (art. 1, inc. b, ley 24.240). Solamente podíamos encontrar entonces un incipiente atisbo ampliatorio de esta regulación, que pretende delimitar más precisamente la referencia al objeto inmobiliario (Cf. art. 1, LDC; art. 1 del decreto reg. 1789/94). Como bien señala Rullansky, “extendió la aplicación de los contratos de consumo a los siguientes supuestos: ‘en caso de venta de viviendas prefabricadas, de los elementos para construirlas o de inmuebles nuevos destinados a vivienda, se facilitará al comprador una documentación completa suscripta por el vendedor en la que se defina en planta a escala la distribución de los distintos ambientes de la vivienda y de todas las instalaciones, y sus detalles, y las características de los materiales empleados’ (inc. b); a su vez dispuso que ‘se entiende por inmueble nuevo, el inmueble a construirse, en construcción, o que nunca haya sido ocupado’ (inc. c)”.

El otro criterio esencial para determinar si el contrato era de consumo, era su onerosidad. Por lo tanto, ningún contrato a título gratuito podía ser considerado como de consumo.

Con la modificación de la ley 26.361 se produjo un importante cambio de paradigma en cuanto al objeto y la ampliación regulatoria de la ley. Este nuevo escenario confirmaba y acompañaba el espíritu general de la norma, que incorporaba, tal como lo explicamos, el concepto de relación de consumo ya consagrado por la CN. A partir de entonces, se erradicó cualquier distinción de cosas muebles e inmuebles, para referir, el art. 1, directamente al concepto de bienes o servicios. Se eliminó, por lo tanto, toda distinción a la adquisición de inmuebles en particular como directriz limitativa del objeto, y se aclaró, aun cuando no fuera específicamente necesario, que quedaban incluidos en el objeto la adquisición de derechos en tiempos compartidos, clubes de campo, cementerios privados y figuras afines.

A todo ello, se agregó la gratuidad como posible calificación del vínculo de consumo. La incorporación jugó un rol tanto ampliatorio como aclaratorio con relación al régimen anterior. Su incorporación se justificaba con la ampliación protectoria a la relación de consumo, además de la calificación contractual que pudiera caberle al vínculo. En tal sentido, situaciones como por ejemplo las denominadas muestras gratis de ciertos proveedores para llegar masivamente al público en general como estrategia de promoción de sus productos, quedaron alcanzados por esta ampliación.

Finalmente, con la sanción de la ley 26.994, se consolidó este esquema protectorio. Puntualmente la única modificación trascendente se materializó en la eliminación del art. 1 de la ley 24.240, de la mención de los derechos en tiempos compartidos, clubes de campo, etc. Ello, y con razón, en tanto y en cuanto el término bienes resulta claramente abarcativo, no solamente de las cosas –muebles e inmuebles– sino de los derechos en general, sean estos personales o reales.

En síntesis, actualmente cualquier bien y cualquier servicio puede ser objeto de una relación de consumo, con los únicos requisitos de que esta se integre subjetivamente por las figuras del proveedor y del consumidor. Por lo tanto, el ámbito inmobiliario no es ajeno. La actividad inmobiliaria se encuentra objetivamente incluida en este régimen protectorio, sin ningún tipo de restricción por su naturaleza, cuando corresponda su aplicación en razón de los sujetos que intervienen.

IV. Los sujetos

Los sujetos de la relación de consumo, según surge de la ley 24.240 y el CCyC son: el proveedor y el consumidor. Aun cuando podría parecer simple su caracterización, es importante determinar los aspectos y requisitos que cada uno de ellos debe reunir para ser considerado como tal. Para eso no debemos olvidar lo señalado en el título anterior, esto es, que ambos serán así considerados cuando están incursos en lo que potencialmente puede definirse como una relación de consumo, en general, o eventualmente en un contrato de consumo en particular. De este modo, se consolida a los sujetos como elementos determinantes de toda relación de consumo, y a su vez ninguno de ellos revestirá ese carácter si no puede ser calificado con los requisitos que normativamente se establecen en el marco de esa relación. Por eso, para que exista una relación de consumo, no bastará con que un sujeto pueda ser calificado como consumidor, es necesario que del otro lado haya un proveedor y viceversa. Será necesario también determinar si el vínculo que hay entre ellos se conforma a partir de los bienes y servicios que el proveedor ofrece y que el consumidor pretende alcanzar.

1- El proveedor

Como venimos señalando, la figura del proveedor ha sido también objeto de modificación en su caracterización, aunque esa mutación se relacionó exclusivamente con los bienes que pueden ser considerados como objeto del vínculo jurídico.

En este orden de ideas, de una lectura armónica y coherente del art. 2 de la ley 24.240 y del art. 1093, CCyC, surge que puede ser proveedor cualquier persona humana o jurídica de naturaleza pública o privada, que desarrolla de manera profesional, aun ocasionalmente con el objeto determinado en ambas disposiciones legales. En tal sentido, no hay exclusión alguna para ser considerado proveedor, salvo la dispuesta en el segundo párrafo del art. 2 de la ley 24.240 que mantiene al margen de la categoría de proveedor a los profesionales liberales que requieran para su ejercicio título y matrícula otorgada por colegios profesionales reconocidos oficialmente o autoridad facultada para ello. No obstante, esta exclusión es parcial ya que la misma norma se encarga de aclarar que la publicidad que estos profesionales realicen quedará alcanzada por las normas consumeriles que correspondan.

A partir de estas ideas preliminares, podemos afirmar que el modo profesional en el que el sujeto desarrolla su actividad será determinante, junto con el objeto de su prestación, para considerarlo proveedor. Esta profesionalidad debe ser entendida en contraposición al carácter profano del consumidor. Esta característica consolida la idea de vulnerabilidad en este último, de la cual el primero carece, por la profesionalidad de su actividad.

Aun así, ambos artículos citados aclaran expresamente que el carácter de proveedor no se excluye aun cuando este actúe ocasionalmente. Es decir, cuando su despliegue profesional con la finalidad buscada se cumpla en el marco de un supuesto ocasional, sin regularidad ni frecuencia. Como señala Schiavo, “la Ley de Defensa del Consumidor no pide habitualidad en el proveedor sino conocimiento del negocio, es decir, un grado de ‘saber’ u ‘oficio’ que pone a esa parte en situación de superioridad a la otra, a la hora de celebrar o ejecutar el contrato”5. Si bien esta posibilidad –la ocasionalidad– no es la que usualmente se verifica en la práctica diaria, podemos encontrar un claro ejemplo justamente en la actividad inmobiliaria.

Así, si el desarrollo de un emprendimiento inmobiliario en particular, se estructurase bajo la figura de una sociedad –anónima o de responsabilidad limitada– cuyo objeto social fuera exclusivamente la construcción de un edificio, su afectación a propiedad horizontal y venta de las unidades funcionales resultantes, la actividad señalada será para la sociedad creada –persona jurídica responsable– la de un proveedor. No podrá argumentarse eficazmente la exclusión de su calificación como proveedor por el hecho de que esa sociedad ha sido justamente creada ocasionalmente para ese emprendimiento y no otro –anterior, posterior o coetáneo–. La sociedad y su actividad serán ocasionales, pero también profesionales. Por lo tanto, la sociedad será calificada como proveedora, a la luz de los arts. 2, ley 24.240 y 1093, CCyC.

Por lo tanto, entendemos y coincidimos con Arias Cau, en que “la noción de proveedor es lo suficientemente amplia para contener a los principales eslabones de la denominada cadena de producción, distribución y comercialización de bienes o servicios; y especialmente aquellos proveedores que se dedican de modo profesional a la actividad inmobiliaria, en sentido lato”6.

2- El consumidor

Ya hemos adelantado que el consumidor es el sujeto destinatario de la finalidad protectoria del marco normativo. También hemos aludido a que su conceptualización ha sido determinante, en alguno de los criterios que justifican ese marco, para definir el concepto de lo que se denomina relación de consumo, y más aún el contrato de consumo. Y es que no puede concebirse su definición, sin la vinculación directa que este sujeto ideal tiene con el vínculo jurídico que se focaliza como supuesto que habilita esa protección legal.

Por eso, para llegar a esa conceptualización actualizada, debemos recordar que en la primera regulación, emanada del texto original de la ley 24.240, el consumidor era tal, si contrataba. Esto lo ligaba, claro está, con los supuestos de contratación ya mencionados y que surgían de la enumeración dispuesta en el art. 1, de esa ley.

La modificación introducida por la ley 26.361 amplió considerablemente el concepto de consumidor, como legitimado activo para invocar la protección legal aludida.

Así, por un lado, el art. 2 de la ley 26.361 suprimió la exigencia contenida en el referido texto original, que excluía de la noción de consumidor a quienes consumían bienes y servicios para integrarlos a procesos productivos. Modificó además el concepto de consumidor, de modo que quienes adquieran “un bien o servicio en su carácter de comerciantes o empresarios, quedarán igualmente protegidos por la citada ley, siempre que el bien o servicio no sea incorporado de manera directa en la cadena de producción”7. En el mismo sentido, la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Comercial, luego de la vigencia de la modificación del art. 2 mencionado, sentenció que “la reforma de la ley 26.361 eliminó de la redacción del art. 2º de la ley 24.240 el párrafo que rezaba ‘no tendrán el carácter de consumidores o usuarios, quienes adquieran, almacenen, utilicen o consuman bienes o servicios para integrarlos en procesos de producción, transformación, comercialización o prestación a terceros’. Nos encontramos frente a una importante cantidad de situaciones en las que las empresas que actuaban como adquirentes pasarán a calificar como consumidoras, lo cual, por cierto, venía insinuándose en algunas sentencias judiciales de los últimos tiempos”8. De esta manera, se consolidó la interpretación que extendía la calificación como consumidor, tal como lo disponen actualmente los arts. 1092, CCyC, y el art. 1, ley 24.240, a las personas jurídicas que, por las actividades detalladas en el texto legal derogado, tenían impedido serlo al constituirse en límites que vedaban otorgarles esa calidad. En definitiva, con esta ampliación se optó por consagrar el límite de lo que se considera consumidor, al supuesto del agotamiento del circuito económico. Por lo cual, si ocurriera que el bien adquirido se insertase indirecta o parcialmente en la actividad comercial o profesional, aun así quien adquiriese esos bienes, es considerado consumidor. No obstante, para la referida calificación es imperativo “determinar si la adquisición del bien o contratación del servicio es imprescindible para que la empresa cumpla con su objeto social o comercial”, como señala Arías9. “En tal caso no podría ser considerada destinataria final del bien que adquiere o servicio que contrata”10, y así no podrá ser calificada como consumidor.

Por otro lado, desde el punto de vista del vínculo jurídico en el que el consumidor se relaciona con el proveedor, el cambio sustancial lo constituyó la ya analizada incorporación de la relación de consumo, como supuesto que habilita la activación del sistema protectorio. Se pasó entonces de un sistema restrictivo objetivamente al supuesto del contrato, para ampliarse a cualquier otra relación que tuviera incluso otras fuentes generadoras, como el hecho ilícito, o incluso el acto jurídico unilateral.

De allí que la doctrina ha desarrollado e identificado en la actual regulación, diferentes clases de consumidores, según sea su vínculo y la fuente que justifica la aplicación del marco protectorio. Los definiremos brevemente, porque servirán, a su vez, para transpolar cada una de estas clases, al ámbito inmobiliario.

a) El consumidor directo: podemos definir esta especie con la inicialmente consagrada en la primera redacción de la ley 24.240, que consideraba consumidor a “las personas físicas o jurídicas que contratan a título oneroso para su consumo final o beneficio propio o de su grupo familiar o social” (conf. art. 1). Por lo tanto, puede afirmarse que existe entre el consumidor y el proveedor, un vínculo jurídico directo e inmediato. El consumidor entonces puede identificarse como la persona que contrata con el proveedor, o que directamente adquiere el bien o es acreedor al servicio y que como tal es el destinatario final en esa cadena de contratación. Es decir que, de acuerdo con este criterio de clasificación, el consumidor es aquel que resulta ajeno a cualquier posibilidad de reinsertar el bien en el mercado, cualquiera sea la modalidad que se elija para ello, sea directa o indirectamente.

La justificación fundacional de esta calificación se encuentra en la vulnerabilidad presumida en este sujeto y entendida como un carácter evolucionado de la regla del favor debilis. Es, como afirma Rusconi11, “el sujeto típico en torno al cual se estructura todo el andamiaje de la protección legal”.

Si procuráramos un ejemplo en el campo de estudio particular que nos hemos propuesto, puede ser consumidor un comprador de un inmueble o el locatario que adquiere o arrienda el bien para vivir en él, si se reúne como restante elemento tipificante subjetivo, al proveedor que enajena ese inmueble o lo da en locación.

b) Consumidor equiparado: esta clase de consumidor, denominado usualmente en la doctrina como equiparado, se incorporó en nuestra legislación a partir de la ya mencionada ley 26.361, cuya inclusión se fundamentó en principio en la expresión introducida como segundo párrafo del art. 1, ley 24.240, que disponía que “Se considera asimismo consumidor…”. Posteriormente, la ley 26.994, apuntando con mayor precisión a la noción de esta clasificación, modificó parcialmente esta enunciación para disponer que “Queda equiparado al consumidor quien…”. Podemos afirmar que en el supuesto del consumidor equiparado no existe un vínculo directo entre consumidor y proveedor. El mismo se despliega de modo derivado. No hay, por ejemplo, contrato alguno que una a esta clase de consumidor con el proveedor. Sin embargo, la regla de equiparación le permite al primero invocar los efectos y la protección legal que se le reconoce liminarmente al consumidor directo.

Sin embargo, aquí debemos detenernos porque la evolución legislativa nos permite aun distinguir dos subespecies de equiparación. Si bien esta nueva distinción resulta doctrinaria, es muy gráfica para distinguir dos diferentes supuestos de equiparación. Nos referimos al consumidor conexo y al consumidor expuesto.

c) Consumidor conexo: ya explicamos que la ley 26.361 introdujo inicialmente la figura del consumidor equiparado, que se mantuvo con la vigencia del CCyC y a partir de la nueva modificación introducida por la ley 26.994 al art. 1 de la ley 24.240. Esta conexidad, como elemento caracterizante de la equiparación de esta clase de consumidores con los directos, se justifica en la expresión que el referido artículo contiene, cuando luego de reconocer la relación de equiparación aludida, explica que es consumidor equiparado quien “sin ser parte de una relación de consumo como consecuencia o en ocasión de ella, adquiere o utiliza bienes o servicios, en forma gratuita u onerosa, como destinatario final, en beneficio propio o de su grupo familiar o social”. Ello se justifica por la interpretación normativa de la expresión “como consecuencia” de una relación de consumo concretada precisamente por otro consumidor.

Como ejemplo de esta situación podemos incluir al grupo familiar o algún pariente en particular del consumidor directo, al que se le reconoce legitimación para reclamar al vendedor de un inmueble, por la imposibilidad de uso por defectos que este presenta, si este último puede ser calificado como proveedor y el consumidor directo es quien adquirió el bien. Sigal denomina a este ejemplo, como consumidor material o fáctico, y lo define como “el usuario material del producto o servicio que no se ha vinculado directamente con el proveedor o bien los terceros beneficiarios de algún derecho comprendido en el contrato de consumo celebrado por otro”12.

También puede tratarse de un supuesto en el que el consumidor directo enajena posteriormente el inmueble a un tercero. Es un supuesto que la doctrina también ha identificado y conceptualizado. Así, Sigal, lo define como “sucesor particular del consumidor contratante en los que fueron objeto de una relación de consumo antecedente”13. Este consumidor equiparado no podrá invocar el carácter de consumidor directo frente a su enajenante inmediato, por no ser proveedor, pero podrá invocar como consumidor equiparado por vía de conexidad, el reclamo por los mismos defectos, a quien fuera el proveedor inicial siempre y cuando, claro está, este último pudiera ser considerado como legitimado pasivo por las deficiencias edilicias acusadas.

d) Consumidor expuesto: esta última especie de equiparación fue concebida e incorporada en nuestra legislación a partir de la ya citada ley 26.361, en el art. 1, que luego de incorporar el supuesto de consumidor conexo, agregaba que se consideraba como consumidor “a quien de cualquier manera está expuesto a una relación de consumo”. La doctrina denominó usualmente a esta categoría como bystander14. Podríamos afirmar que “el tercero expuesto ni siquiera es el consumidor directo o indirecto; es un tercero ajeno al contrato que, sin embargo, tendrá el mismo derecho a la indemnidad que tiene el contratante”15.

El ejemplo clásico utilizado para explicar la extensión de este concepto con el propósito de incluirlo dentro de la categoría de consumidor es el caso del transeúnte que camina por las inmediaciones de un estadio, en situación en la que potencialmente podría ingresar a ver un espectáculo deportivo que allí se desarrolla, y que en ese momento es lesionado por un elemento contundente arrojado a la calle desde el estadio. Como puede verse, se diferencia del consumidor conexo en que aquí la equiparación no encuentra ningún puente o vinculación directa ni indirecta. Se califica al consumidor por su situación de potencialidad de quedar expuesto a una relación de consumo, pero técnicamente no la integra.

A partir de extensos debates acerca de la pertinencia de mantener el marco protectorio del consumidor expuesto como una solución justa en pro de la seguridad jurídica de la cual el proveedor también debe gozar, y con la sanción de la ley 26.994, se eliminó este último supuesto que había sido incorporado la ley 26.361. Aun cuando la doctrina no es uniforme sobre su exclusión16, en principio y para no extendernos en tan interesante debate, diremos que debe descartarse actualmente como supuesto de legitimación activa. Por lo tanto, este supuesto no aplicaría actualmente como consumidor, con excepción de lo dispuesto por el art. 1096, CCyC, que conserva cierta virtualidad jurídica para esta figura, en lo que respecta a la formación del consentimiento.

V. La conexidad contractual y su relación con el régimen legal del consumidor

Uno de los aspectos más trascendentes que se insinúan en varios de los efectos que se regulan en el régimen protectorio del consumidor, es el de la conexidad contractual. Esta constituye un fenómeno relativamente novedoso en el universo jurídico. López Frías explica clara y concisamente la necesidad negocial que ha llevado a la doctrina y a la jurisprudencia a reconocer este enfoque: “a menudo los particulares concluyen simultánea o sucesivamente diversos contratos que presentan un vínculo de dependencia, vínculo que les resta autonomía y lleva a diferenciarlos del contrato considerado como figura cerrada, completa y aislada”17.

Si bien es cierto que ni la ley 24.240, ni el CCyC lo disponen expresamente, la aplicación de la conexidad contractual en el ámbito del consumidor trasunta la tipicidad procurada. Podemos citar, como ejemplos, la extensión de la responsabilidad de los sujetos que integran la cadena de comercialización, ante el reclamo del consumidor (art. 40, ley 24.240), la regulación de los efectos de la financiación al consumidor para el acceso a bienes determinados (art. 36, ley 24.240), entre otros. Vale aclarar entonces que esta omisión de toda alusión expresa a la conexidad contractual en la letra de las normas sobre protección al consumidor, no es fruto del descuido sino, más bien, que responde a dos razones. Por un lado, la evolución doctrinaria, jurisprudencial y finalmente normativa de la conexidad contractual ha sido posterior al mismo proceso que transitó –y transita– el derecho del consumidor. Por otro lado, actualmente la conexidad contractual ha sido incorporada en la regulación del CCyC, en cuanto a su ámbito de aplicación, interpretación y efectos en general (arts. 1073 a 1075), por lo que su régimen de carácter amplio excede en su aplicación a los contratos de consumo, para consagrarse como un sistema que puede reconocerse en cualquier grupo de contratos –consumeriles o no–. No obstante, la referida evolución ha incluido la conciencia de que el derecho de consumo constituía uno de los ámbitos más propicios en los que los fenómenos de la conexidad se desplegaban. Mosset Iturraspe rescató este aspecto al recordar que “la aparición de los ‘contratos conexos’ en el derecho argentino, en la doctrina o jurisprudencia es de muy reciente data. Sin exagerar puede señalarse, como un hito, la ‘recomendación’ de las XV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, celebradas en Mar del Plata en 1995, según la cual ‘en los supuestos de conexidad la responsabilidad puede extenderse más allá de los límites de un único contrato, otorgando al consumidor una acción directa contra el que formalmente no ha participado con él, pero ha participado en el acuerdo conexo a fin de reclamar la prestación debida o la responsabilidad por incumplimiento’”18.

Por lo tanto, será necesario señalar algunas pautas esenciales de este fenómeno para ligarlo, cuando corresponda, al derecho del consumidor. Ello contribuirá a otorgar el más preciso sentido a la regulación del consumidor en ciertos supuestos. Resultará, en todo caso, un desafío casuístico y complejo, pero necesario para comprender los efectos que se generan en las relaciones de consumo, y cómo estas, en ocasiones, se alimentan del fenómeno de la conexidad para comprender y explicar su dimensión.

Puntualmente, nos interesa abordar este perfil particular ya que la actividad inmobiliaria, y en especial los desarrollos inmobiliarios, guardan implícita y necesariamente en su génesis un fenómeno de conexidad contractual19. No puede concebirse, por ejemplo, la estructura legal de un emprendimiento inmobiliario, sin entender los innumerables sujetos que intervienen en él, ligándose a partir de contratos autónomos individuales. Estos tienen en sí mismos una causa particular e individual y comparten una finalidad supracontractual, que se materializa y focaliza en la construcción y adjudicación/venta de las unidades funcionales que son el producto final de ese emprendimiento. Como explica Acquarone20, el reconocimiento de esos actores y las etapas que conforman ese emprendimiento, ayudan a comprender, reconocer y dimensionar acabadamente este fenómeno. Por ende, si a este supuesto le agregamos que esas unidades funcionales tendrán como destinatario final un sujeto que lo adquiere en tal carácter, será muy simple comprender que el consumidor inmobiliario no resulta ajeno a ese fenómeno de conexidad, que se complementa así, directa o indirectamente, con el régimen protectorio legal del que goza.

Ahora bien, presentado este marco de análisis, cabe brevemente referirnos al concepto de conexidad contractual, para justificar la pertinencia de las reflexiones anticipadas en los párrafos anteriores. En tal sentido, este instituto está descripto en el art. 1073, CCyC, que dispone: “Hay conexidad cuando dos o más contratos autónomos se hallan vinculados entre sí por una finalidad económica común previamente establecida, de modo que uno de ellos ha sido determinante del otro para el logro del resultado perseguido. Esta finalidad puede ser establecida por la ley, expresamente pactada, o derivada de la interpretación, conforme con lo que se dispone en el artículo 1074”.

A partir de ello, el mencionado art. 1074, que la norma precedente menciona, incorpora una regla particular de interpretación, que resulta trascendente ya que señala que, en caso de conexidad, esa tarea interpretativa se desarrolla considerando precisamente la vinculación contractual aludida. Es decir, no bastará limitarse solamente al contenido aislado de uno de los contratos. Si hay conexidad, la interpretación de su contenido no podrá omitir esa circunstancia, lo que implica un esfuerzo y cuidado mayor para todo operador jurídico o profesional del derecho, sea que intervenga en el asesoramiento o redacción de cada uno de esos contratos, o bien deba encontrar la correcta interpretación para guiar a las partes en su cumplimiento, incluso en instancia judicial.

Sin embargo, la conexidad no responde a un único fenómeno causal. La doctrina, antes de la incorporación de su regulación en el Código vigente, se había ya preocupado por su caracterización y los fundamentos que hacían imperativo su reconocimiento jurídico.

A modo de ejemplo, Mosset Iturraspe explicaba que este fenómeno era muy común “donde las empresas cubren un espectro más amplio. No se limitan por vía de ejemplo, a ofrecer un bien, producto o servicio a los eventuales consumidores, sino que, además, les procuran el crédito para su adquisición o lo presentan en pluralidad de centros de consumo, por la misma empresa que lo produce o por otras varias, a través de ventas concertadas, etc.”21. La reflexión del distinguido jurista santafecino es esclarecedora para comprender, como explicamos aquí, no solamente la vinculación entre la conexidad y el derecho de consumo, sino para justificar su aplicación a supuestos particulares, que tienen aplicación directa, incluso en el derecho inmobiliario.

Ya con la sanción del Código, estas reflexiones se han enriquecido con nuevos aportes, así, por ejemplo, Armella22 considera la definición del art. 1073 del CCyC, y sostiene que “incorpora bajo el título del Capítulo 12 de Contratos conexos, la definición, más precisamente determinando qué se entiende por conexidad, en una narración descriptiva, que refiere los dos recaudos normativos destinados a concretar el entendimiento de que, si se configuran ambos en el plano fáctico, el resultado inmediato será tal conexidad contractual. La bondad de esta metodología normativa se presenta ante un fenómeno económico más o menos actual, que no cuenta, legislativamente hablando, con antecedentes nacionales y pocos en el derecho comparado”.

VI. La contratación inmobiliaria y su relación con el régimen protectorio de consumo

A partir de lo señalado, es posible que resulte evidente que la contratación inmobiliaria se encuentra hoy atravesada inexorablemente por el régimen protectorio consumeril. Sin embargo, esta conclusión no puede considerarse como implícitamente aplicable a la historia del desarrollo del derecho del consumidor por los principios particulares en que se funda y que trascienden la órbita de las restantes ramas jurídicas. Inicialmente en nuestro derecho local, la pertinencia de la vinculación entre derecho inmobiliario y del consumidor no era tan clara, por lo menos no con la amplitud con que hoy la concebimos. Cabe para ello solamente recordar, como ya señalamos, que los contratos inmobiliarios solamente quedaban alcanzados como resguardo del consumidor, cuando el proveedor ofrecía inmuebles nuevos destinados a vivienda, cuya oferta fuera dirigida al público en general. Pero no solo allí se registraba esa limitación, sino que se interpretaba incluso que el régimen especial de garantías por vicios (que la misma ley 24.240 regulaba bajo el título IV como “Cosas muebles no consumibles”) no resultaba aplicable al consumidor inmobiliario en sentido estricto.

Un ejemplo de esta afirmación puede encontrarse en un antecedente jurisprudencial de la Cámara Nacional en lo Civil, en autos “Sanz, Sonia M. c. Del Plata Propiedades SA y otro”23, en los que se gestionaba el reclamo de un adquirente de una unidad funcional, por vicios edilicios, y en particular se discutía su procedencia a raíz del posible acaecimiento del plazo de prescripción. En ese fallo, que hizo lugar al planteo de prescripción opuesto por la constructora demandada, se justificó la aplicación del plazo trimestral del art. 4041, Código Civil, en lugar del plazo trienal que habilitaba el art. 50, ley 24.240, por considerar que este último artículo solamente aplicaba a acciones que emanaban de la misma ley, pero no a otros supuestos. Para decidir eso, el Tribunal entendió que la interpretación de la aplicación del régimen de defensa del consumidor para contratos inmobiliarios debía ser considerada con parámetros restrictivos. En un fragmento de la sentencia que demuestra esta conclusión se explicaba que “En la doctrina y en el derecho comparado no siempre tal tipo de operaciones es encuadrada en la normativa aplicable a la protección del consumidor, a menudo dirigida a las relaciones jurídicas de menor cuantía económica (cfr. Carlos Alberto Ghersi, Derechos y responsabilidades de las empresas y consumidores, Ed. Organización Mora Libros, Buenos Aires, sin fecha, cap. IV, p. 57 y artículo en JA, 1993-IV-870) y puede discutirse el acierto de la caracterización como ‘consumidor’ del adquirente de bienes no consumibles o de un bien durable como lo son los inmuebles”, para rematar luego que “Esta inclusión, un tanto particular, obliga a ser cauteloso al decidir qué normas son aplicables a los supuestos bajo juzgamiento, particularmente si se advierte que son numerosos los preceptos contenidos en la ley que en modo alguno puede considerarse tengan por finalidad reglar la compraventa inmobiliaria”24.

Sin embargo, la doctrina fue imponiendo una concepción mucho más amplia sobre esa relación de pertinencia entre la protección al consumidor y su carácter de tal en el ámbito inmobiliario. Así, Gregorini Clusellas25, sobre el mismo aspecto temático del fallo antes descripto, explicaba que “el art. 18, ley 24.240, si bien integra el capítulo referente a “Cosas muebles no consumibles”, debe considerarse aplicable al “consumidor” de inmuebles en cuanto dispone sobre “vicios redhibitorios”. Lo contrario implicaría una discriminación injustificada.

En ese mismo orden de ideas, Morello y de la Colina26, justificaban la interpretación amplia y dinámica de la protección del consumidor inmobiliario, sosteniendo que “en auxilio de un cuadrante de tan importante proyección en el plano de realización de la persona, una trabajosa y paulatina evolución ha devenido en un menú de soluciones de diverso orden cuya armoniosa –y en oportunidades, difícil– integración, teje una trama que abriga un verdadero régimen específico de protección del consumidor inmobiliario”.

Más cercanos a la actualidad, Muller27 cita un antecedente jurisprudencial de un voto en disidencia del Dr. Esteban Centanaro, en una sentencia de la Cámara Contencioso Administrativa y Tributaria de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En el fragmento de su voto que seguidamente citamos, el distinguido contractualista confirma y fundamenta de un modo ejemplar la pertinencia del régimen protectorio del consumidor a ciertas operaciones o negocios inmobiliarios, explicando esa relación, no solamente desde el argumento de la conexidad que antes señalamos, sino que conecta esta concepción con la trascendencia que el concepto de la relación de consumo adquiere para consolidar su conclusión. Para ello, en el voto mencionado explica que “en la dinámica del iter inmobiliario hay, por lo menos, dos sujetos: por una parte, el comprador-consumidor y por la otra el vendedor. Sin embargo, no es inusual que en la contratación intervengan otros participantes. De ser así, la operación se realiza a través de una concatenación de actos en los que intervienen distintos sujetos. Además, ese contrato puede incluir una financiación, consecuencia de una relación de crédito con otro sujeto de derecho, que, si bien es tercero con relación a la adquisición, toma parte en el contrato de consumo considerado en su integridad. O sea que nos encontramos frente a diversos actos vinculados estrechamente, donde interviene una pluralidad de sujetos que protagonizan distintas relaciones contractuales que, si bien poseen distinta naturaleza y deben ser reguladas en forma particular por estar ligadas al inmueble objeto de protección, se encuentran dentro del régimen de defensa del consumidor. En otras palabras, al ser el contrato base uno de consumo en los términos de la ley 24.240, deben aplicarse también sus disposiciones a los que se le vinculen. Por otra parte, el concepto de ‘relación de consumo’ –empleado en los arts. 42 de la Constitución Nacional y 46 de la Constitución de la Ciudad de Buenos Aires– es más amplio que la noción de contrato, pues abarca no solo la relación contractual en sí misma, sino también a todas las circunstancias que rodean o se refieren o constituyen un antecedente o son una consecuencia de la actividad encaminada a satisfacer la demanda de bienes y servicios para destino final de consumidores o usuarios. Ello así, ninguna duda cabe de que el carácter de contrato de consumo que tiene el negocio principal torna aplicable la ley 24.240 también a los contratos vinculados a él, pues todos integran, en definitiva, la relación de consumo”28. Este criterio doctrinario se ha impuesto hoy definitivamente.

En síntesis, actualmente el consumidor inmobiliario encuentra un marco protectorio amplio y eficaz, sin discriminación alguna por el hecho de que el objeto de la relación lo constituya un inmueble. Atrás han quedado las concepciones restrictivas ejemplificadas en el antecedente primeramente mencionado. Por lo tanto, si consideramos el concepto de relación de consumo, y con ello, la amplitud del concepto de consumidor, que no se limita al contratante directo, sino que se extiende a aquel denominado como equiparado –y más precisamente al consumidor conexo–, resulta evidente que toda persona que acceda a una relación de consumo inmobiliaria –o acredite su equiparación a esa situación en la extensión que normativamente se habilita– podrá invocar los derechos y garantías que el régimen protectorio le brinda.

Por otro lado, la extensión conceptual de lo que se entiende por proveedor, consolida esta visión.

La casuística, sin embargo, más allá de su amplitud, requiere un estudio y tratamiento más profundo y diferencial, ya que aun hoy sigue sujeta a la evolución de la doctrina y a las respuestas que la jurisprudencia, paulatinamente, va brindando, con un claro perfil de adecuación a los constantes cambios que la contratación inmobiliaria viene experimentando.

Finalmente, en este punto, podemos actualmente distinguir fácilmente supuestos en los que indubitablemente, la aplicación del régimen legal protectorio de consumo acude en socorro del consumidor inmobiliario.

Podemos enumerar para ello los supuestos de compraventa inmobiliaria en los que el vendedor es considerado proveedor si reviste tal carácter y a su vez el comprador es calificado por ello como consumidor si lo hace para sí, o para su grupo familiar o social. Aún más, no será necesario que adquiera exclusivamente para sí, pudiendo hacerlo para que un familiar viva allí, o eventualmente si luego de la compraventa el adquirente dona el inmueble a un hijo. En este último caso, el primero será consumidor directo, y el donatario será considerado consumidor equiparado, por lo que ambos podrán invocar sus derechos como consumidores al proveedor primeramente enajenante.

Otros supuestos claros podemos encontrarlos en los casos de locación de cocheras, cuando quien las arrienda lo hace profesionalmente, en el marco de un establecimiento dispuesto a esos efectos, o bien si la locación es con destino habitacional, si puede adjudicarse al locador, el carácter de proveedor.

Finalmente, aunque no es tan común actualmente, el leasing inmobiliario puede ser considerado contrato de consumo, en la casuística en particular, sobre todo cuando se trata de leasing financiero (art. 1231, incs. a, b y c, CCyC) o de leasing operativo (art. 1231, inc. d). En el primer caso, a la calificación de consumidor, para alcanzar el marco legal protectorio, habrá que agregar la calidad de proveedor en el dador, si, como ocurre en este tipo de modalidad, se trata de una entidad financiera, que ofrece esta clase de servicios profesionalmente a terceros. Será el tomador, un consumidor directo respecto del dador, pero, aun así, si el tercero proveedor fuera alguien que comercializa profesionalmente inmuebles, el consumidor tendrá también acción contra aquel, por imperio de su calificación por equiparación, y en virtud de lo dispuesto por el art. 40, LDC, sobre responsabilidad solidaria de toda la cadena de actores responsables de la comercialización. Por otro lado, si se tratara de un leasing operativo, en el que el proveedor es quien comercializa los inmuebles directamente utilizando la figura del leasing, la analogía y pertinencia de lo ya explicado sobre la compraventa y la locación es evidente. Resulta además muy interesante cómo el leasing, sobre todo en el caso de la modalidad financiera, habilita un estudio y aplicación, desde la perspectiva de la conexidad contractual29.

Sin embargo, existen algunos supuestos en particular, en ciertos negocios jurídicos en el plano inmobiliario, que presentan notas particulares y merecen algunas breves consideraciones especiales. Se relacionan con lo ya comentado sobre derecho de consumo y están alcanzados por el fenómeno de la conexidad contractual que consolida la real dimensión en su naturaleza, y con ello, reditúan para su interpretación a favor de la protección al consumidor.

Enumeraremos algunos, solamente como modo de invitación para el lector a profundizar el tema que, como tal, está en constante evolución, y excede, claro está, los que mencionaremos, que solo pretenden servir como ejemplos con confirmación empírica de nuestras conclusiones.

VII. Algunos supuestos de derecho del consumo inmobiliario en particular

A continuación analizaremos situaciones de actualidad que dan cuenta de la aplicación del régimen de protección al consumidor para contratos o relaciones jurídicas en las que el objeto es inmobiliario. Estos ejemplos servirán también para comprender cómo la conexidad contractual constituye, además, una fuente causal e interpretativa que consolida la aplicación del régimen protectorio, tal como ya explicáramos anteriormente.

1- Conexidad contractual en la adquisición de bienes condicionada a la obtención del crédito para su pago (art. 36, LDC)

Hemos sostenido que con la sanción de la ley 26.361, se incorporaron numerosas e importantes modificaciones al régimen inicialmente regulado en la ley 24.240. Una de esas modificaciones quedó consagrada en el art. 36, LDC (modificado por ley 26.993), que expresamente dispone, en el extracto que nos importa que “La eficacia del contrato en el que se prevea que un tercero otorgue un crédito de financiación quedará condicionada a la efectiva obtención del mismo. En caso de no otorgamiento del crédito, la operación se resolverá sin costo alguno para el consumidor, debiendo en su caso restituírsele las sumas que, con carácter de entrega de contado, anticipo y gastos éste hubiere efectuado”. Como bien señalan Gómez Leo y Aciega30, esta norma importó “la recepción ya propiciada a nivel doctrinario y jurisprudencial de la teoría de los contratos conexos, según la cual, para que medie conexidad contractual es necesario que existan dos o más contratos celebrados por varios sujetos que presenten entre sí una “estrecha vinculación funcional” dada por una finalidad económica común con efectos jurídicamente relevantes”.

Ejemplo de estos antecedentes que mencionan los doctrinarios citados, lo constituye el fallo de la Suprema Corte de la Provincia de Buenos Aires, del año 2003, en autos “Lobato, José L. c/Banco de la Provincia de Buenos Aires”31. La Suprema Corte determinó que los efectos de una compraventa deben trasladarse al financista de la operación y, por lo tanto, este último debe abstenerse de exigir el pago del préstamo hasta tanto el vendedor cumpla con sus obligaciones, si la conexidad entre la compraventa y el mutuo devino de la negociación previa entre el banco y el vendedor.

Para así decidir, se consideró especialmente que, para alcanzar esa finalidad, el consumidor “negoció” con el prestamista, incluso otorgándole un poder, sin llegar a tener contacto con el vendedor, en una relación en la que empresa y banco se vincularon a través de un contrato de suministro. En ese contexto, la primera se obligó a proveer de bienes a comercializar y el segundo a adquirir y abonar por cuenta y orden de los adherentes con un préstamo adjudicado por la entidad crediticia.

En ese mismo sentido, el fallo resaltó que además se acreditó que los dos contratos formalizados (préstamo y compraventa) eran en la especie una única operación económica, toda vez que la titularidad del bien en cabeza del actor era funcional al perfeccionamiento del crédito con garantía prendaria del que dependía a su vez la realización de la compraventa.

En otro antecedente similar en cuanto a su problemática, se sentenció que “ante la falta de entrega del bien objeto del contrato de compraventa, el pago del crédito otorgado a tal fin aparece sin causa, cuestión que no puede ser desconocida por el financista, que estaba en conocimiento del incumplimiento, pues la compraventa quedó vinculada al crédito, toda vez que su eficacia dependió de la perfección del contrato crediticio y de la entrega al vendedor del importe del préstamo, y a su vez este surgió dependiendo de la entrega del bien en cabeza del adquirente”32.

Sin duda alguna, esta norma consagrada en la LDC encuentra una clara coincidencia con los efectos del fenómeno de la conexidad contractual que apuntáramos, y resulta de vital trascendencia para el ámbito inmobiliario. A modo de ejemplo, para ratificar esta conclusión, Bros cita que “El Código del Consumo francés contiene una disposición idéntica en el art. L. 313-41 en materia de crédito inmobiliario. El contrato principal desaparece en caso de no obtención del crédito. La técnica utilizada es la de la condición: el contrato principal es automáticamente celebrado bajo la condición suspensiva de la obtención del crédito destinado a financiarlo”33.

2- La prescripción y su aplicación a favor del consumidor inmobiliario

Anteriormente habíamos comentado un fallo en el que un consumidor inmobiliario se veía impedido de obtener un resarcimiento por aplicación de un plazo de prescripción más corto al que establece el art. 50, ley 24.240. Debemos aclarar que ese antecedente fue decidido cuando el referido artículo no había aun sido modificado por la ley 26.561. El texto modificado habilitó una nueva dimensión de la norma y de la prevalencia del plazo que beneficie al consumidor. A tal efecto, sin perjuicio de mantener el plazo trienal, la modificación agregó que: “Cuando por otras leyes generales o especiales se fijen plazos de prescripción distintos del establecido precedentemente se estará al más favorable al consumidor o usuario”. A la luz de esta regulación, la Cámara Nacional en lo Civil en pleno, concluyó que “se ha formado así un sistema normativo nuevo a partir de la sanción de la ley 26.361 en torno al régimen de los plazos de prescripción cuando existe una relación de consumo. Desde una norma en la cual confusamente se contemplaba el tema –según surge de los mismos antecedentes parlamentarios– se arribó a un nuevo sistema en el cual –por el régimen de especialidad de la relación de consumo respaldada por el art. 42 de la Constitución Nacional– prevalece ‘la autonomía del microsistema de protección del consumidor’ según la expresión de Lorenzetti en párrafo dedicado a este punto en su obra Consumidores 2ª ed., Santa Fe, Rubinzal Culzoni, 2009, p. 53, frente a la ausencia de referencia al artículo 50 en la anterior edición de la misma obra (Santa Fe, Rubinzal Culzoni, 2003, p. 47 y ss.), con lo cual debe entenderse que el resto de las leyes generales o especiales referentes a las acciones judiciales basadas en una relación de consumo se encuentran subordinadas, como regla, a este principio”34.

Esta interpretación judicial involucra un principio más amplio que el que se ajusta estrictamente a la prescripción ya que, sin duda alguna, este precedente coincide y sostiene el posterior tratamiento legislativo que explicáramos anteriormente, sobre la prelación normativa que el régimen protectorio del consumidor ha consagrado en el CCyC, al regular los contratos de consumo, en un capítulo aparte –autónomo– del que dispone los principios y lineamientos de la teoría general del contrato. Por esa razón, y por la simplificación de los plazos de prescripción que incorpora el Código vigente, es que la ley 26.994 volvió a modificar el texto del art. 50, LDC, para restablecer el originario, sin que conste ya expresamente consagrada la regla de aplicación del plazo de prescripción más benigna. De todos modos, si nos limitamos al análisis de la situación del consumidor inmobiliario, entendemos que la ampliación del concepto de consumidor, la prelación normativa que su régimen tiene frente a las normas generales, y el principio in dubio pro consumidor, permiten en gran medida arribar a la misma solución. Esto es, si la acción a favor del consumidor queda enmarcada en el plazo quinquenal genérico (art. 2560, CCyC), este último será más beneficioso que el dispuesto en la LDC. Por otro lado, si el reclamo deviniera de vicios ocultos, aun cuando el CCyC dispusiera un plazo anual (art. 2564, CCyC), nada impediría –a contrario sensu de la antigua jurisprudencia antes citada35– que el consumidor inmobiliario opte por fundar su reclamo en la garantía especial regulada en los arts. 11 y sgtes, LCD, por resultar analógicamente la norma que mejor se adapta al espíritu protectorio del régimen consumeril, tal como lo explica Gregorini Clusellas36. Esta conclusión ha sido ratificada por la jurisprudencia frente a un supuesto de reclamo de vicios ocultos en la adquisición de un inmueble, en el marco de una relación de consumo; el fallo determinó, además de la aplicación del plazo trienal que indica la LDC, que “el término de prescripción se computa desde que la compradora tomó conocimiento de las anomalías, momento a partir del cual deben calcularse los tres años previstos por el art. 50 de la ley 24.240, pues recién allí los adquirentes tenían la posibilidad de iniciar el reclamo correspondiente”37.

Obviamente, no podemos abarcar el universo de supuestos según los cuales otros casos podrían quedar sujetos a diferentes plazos de prescripción que los aquí planteados como más usuales. En esas situaciones, será necesario seguir con atención la doctrina judicial que eventualmente se consagre en cada supuesto en particular.

3- El fideicomiso de garantía y la responsabilidad del fiduciario frente al adquirente consumidor inmobiliario

La jurisprudencia nacional ha tenido oportunidad de decidir en varias situaciones en las que se planteó como conflicto el siguiente: un comprador adquirió un inmueble en el marco de un emprendimiento inmobiliario. La financiación para la construcción y desarrollo de la obra fue cumplida por una entidad bancaria. Para garantizar el cumplimiento en el recupero de los montos financiados por el banco, se echó mano a la figura del fideicomiso de garantía. De tal manera, el banco celebraba un contrato de fideicomiso de garantía con el dueño del predio en el cual se desarrollaría la obra. Este último como fiduciante y la entidad bancaria como fiduciario, para garantizar el mutuo que la misma entidad u otra celebró con la desarrolladora para llevar a cabo el emprendimiento. Cabe aclarar que, en esta clase de contratos, si bien el banco es fiduciario para garantizar el cumplimiento del mutuo, y así contar con un mecanismo de garantía autoliquidable, también resultaba –y resulta cuando se sigue utilizando este sistema– que el fiduciario –banco– contaba con amplias facultades de control sobre el desarrollo de la obra y su cumplimiento.

A su vez, en esta clase de negocios, la entidad bancaria suele presentarse como una figura preponderante para la comercialización ante eventuales terceros adquirentes. Es decir, se involucra al punto tal que, en muchos de estos casos, es el mismo banco quien, a la hora de escriturar cada unidad funcional a favor del comprador individual, le ofrece a su vez la financiación para cancelar el saldo de precio, mediante un nuevo mutuo, ahora hipotecario.

Explicada brevemente la metodología, algunos de los antecedentes jurisprudenciales que aquí mencionamos tienen como denominador común el esquema antes aludido, y un posterior incumplimiento de la vendedora –fiduciante en cuanto a su relación con el banco fiduciario–. En ese marco de situación la decisión que los tribunales correspondientes en cada caso debieron afrontar fue la de determinar si el banco fiduciario podía ser considerado responsable del incumplimiento en el contrato de compraventa entre comprador y vendedor fiduciante, y de ser así con qué carácter y en base a qué fundamentos podía afirmarse la misma.

Así, en autos “Baredes, Guido Matías c/ Torres De Libertador 8.000 S.A y otros s/ Daños y Perjuicios”38, entre otros39, se decidió favorablemente sobre esta responsabilidad. En honor a la brevedad, y de sus fundamentos, podemos mencionar los siguientes criterios comunes que los referidos antecedentes jurisprudenciales reúnen: a) el comprador debe ser considerado consumidor, en los términos que define la LDC, b) la vendedora (proveedora directa) es responsable de los incumplimientos acreditados –demoras y/o vicios–, c) el banco, como fiduciario en garantía, obró como parte de ese frente común conjuntamente con la vendedora, que se presenta ante la compradora como una unidad de parte, por lo cual, al tratarse la compraventa aludida como un contrato de consumo, el banco fiduciario resulta responsable solidario por esos incumplimientos por quedar encuadrado su rol en uno de los sujetos legitimados pasivos que indica el art. 40, LDC, d) para justificar además la última conclusión, varios de estos fallos tuvieron en especial consideración la amplitud de facultades que el banco tenía en el marco del contrato de fideicomiso para una adecuada fiscalización de la obra, a fin de evitar que su cumplimiento en tiempo y forma fuera deficiente. En este último sentido, la jurisprudencia ha sido determinante al considerar que “los fiduciarios –en su calidad de titulares fiduciarios del inmueble objeto del emprendimiento inmobiliario que estaba comercializándose– no podían ni debían desentenderse sobre el estado y calidad de su construcción; ello así, puesto que el incumplimiento por parte de los fiduciarios del deber de controlar tales circunstancias es configurativo de un incumplimiento contractual culposo y compromete la responsabilidad”40.

Nosotros agregaremos otro fundamento, desde un análisis ya más doctrinario, con sustento legal hoy explícito. Resulta claro además de todo lo dicho, que cada banco, en su defensa, aludía como argumento para deslindar responsabilidad, la inoponibilidad que la compraventa tenía en su persona. Efectivamente, en esta clase de negocios los boletos de compraventa son celebrados por la fiduciante. En todo caso, si el inmueble aún estuviera a su nombre, el fiduciario otorga la escritura traslativa de dominio a favor del adquirente, ya que es una de las mandas y facultades que tiene según el contrato de fideicomiso.

Ahora bien, en todos los antecedentes que hemos citado, en los que los bancos fueron condenados solidariamente a pesar de lo dispuesto en el art. 40, LDC, se evidencia el supuesto de conexidad contractual: el banco, aun considerado como tercero en los boletos de compraventa, no puede eximirse de su responsabilidad, a la vez que resulta claro el esquema de conexidad, ya que jamás hubiera otorgado los fondos necesarios para el desarrollo, garantizados con el fideicomiso, si no se hubiera asegurado de que el emprendimiento cumpliría con la finalidad económica común de este grupo de contratos: construir para vender.

4- El fideicomiso al costo y la figura del fiduciante adherente

La modalidad denominada como fideicomiso al costo se ha extendido considerablemente en los últimos años, para la estructuración jurídica de desarrollo de emprendimientos inmobiliarios. Esta es una subespecie de la designada con finalidad de construcción. Para explicar brevemente su funcionamiento, podemos afirmar que se trata de un contrato que se celebra entre uno o más fiduciantes que son denominados generalmente como originantes, y un fiduciario, que tendrá la manda de construir o estructurar material y jurídicamente las unidades funcionales. En el contrato original se lo faculta, además, para incorporar al fideicomiso otros interesados en adquirir las unidades funcionales a construirse. Estos últimos se relacionan contractualmente con esa finalidad como fiduciantes adherentes, que serán a su vez beneficiarios de la actividad del fiduciario: construir o desarrollar las unidades funcionales para adjudicarlas finalmente a favor de los beneficiarios del fideicomiso. Cada beneficio puede determinarse mediante una cantidad acordada de metros cuadrados construidos, o más comúnmente con la identificación de una o más unidades funcionales. Por eso, si bien el adquirente, como fiduciante adherente, no es considerado formalmente comprador, la dinámica prestacional guarda claras similitudes. Así, el potencial adquirente se compromete a cumplir con su contribución en dinero que justifica su carácter de fiduciante, determinada por el valor que se le adjudica a la unidad funcional, que se define como prestación a su favor y que el fiduciario debe cumplir para con aquel, como beneficiario del fideicomiso. Los fiduciantes originantes, por su rol fundacional, además de ser beneficiarios, suelen revestir el carácter de fideicomisarios de los bienes remanentes a la extinción del contrato.

Ahora bien, “es común también encontrar en esta clase de fideicomiso, una estructura de acuerdos en cuanto a facultades y obligaciones diferenciadas entre quienes cumplen el rol de fiduciantes originantes y quienes ingresan como adherentes, reconociéndose mayor amplitud de facultades de decisión (incluso frente al fiduciario) para los primeros, quedando los adherentes ubicados dentro de un marco limitado en el ejercicio de las facultades que la norma reconoce al fiduciante en general, y que generalmente se materializa mediante la regulación de mayorías para la toma de decisiones. Estas mayorías, a veces, agravan la posibilidad material del ejercicio efectivo de los derechos de los adherentes, por lo cual deben ser valoradas a la luz de las normas imperativas que imponen los arts. 984 y siguientes, CCyC, ya que deberá entenderse que la relación que los fiduciantes adherentes asumen frente a su incorporación al fideicomiso es la propia de un contrato de adhesión”41.

Esta última consideración resulta importante si a la dinámica explicada agregamos los siguientes caracteres fácticos: por un lado, el fiduciario y el fiduciante originante pueden ser personas que desarrollan esta clase de actividades profesionalmente. Por otro, es muy probable que quien se adhiere a un fideicomiso, como fiduciante, lo hace porque es la única y exclusiva modalidad que el fiduciario le ha propuesto para acceder a la adquisición de una unidad funcional. Dicho en términos claros: es muy probable que el adquirente se presente interesado como comprador de la unidad funcional, pero la estructura jurídica de adhesión que le ofrece el fiduciario, le impide formalizar el contrato con esa naturaleza. En cambio, para acceder al bien, puede únicamente hacerlo desde el rol que se le propone (fiduciante adherente) y en el marco de un contrato en el cual el vínculo contraprestacional se ve modificado formalmente con relación al concepto de precio de la compraventa inicialmente imaginada por el potencial adquirente.

Esta situación ha generado que proliferen reclamos, que eventualmente llegan a instancia judicial, en las que fiduciantes adherentes, se ven impedidos de acceder al bien prometido, y enredados en un laberinto contractual conformado a partir de la complejidad de las cláusulas que constituyen el contenido del fideicomiso, y que generalmente dejan a aquellos en una situación de indefensión o debilidad material para ejercer sus derechos a obtener aun forzadamente el cumplimiento de la prestación prometida, o bien incluso la de reclamar los daños y perjuicios por su inejecución.

En este estado de situación, cuando el fiduciario –y eventualmente el fiduciante originante– pueden ser calificados como proveedores y el fiduciante adherente puede ser considerado consumidor (por haber tenido por finalidad incorporarse a la estructura para adquirir una unidad funcional como destinatario final, para su uso personal), surge la inevitable pregunta sobre si no puede calificarse esa relación como de consumo, y así poder interpretarse y encuadrarse la misma, según el régimen protectorio del consumidor. Schiavo, confirmando esta interpretación, afirma que “esta parte o esta posición generalmente será ocupada por el adquirente del bien inmueble en un fideicomiso inmobiliario, es decir quien en definitiva adquiere el rol de fiduciante adherente o beneficiario”42.

Como un claro y preciso ejemplo de esta problemática, y respuesta afirmativa al interrogante planteado, un reciente fallo ha calificado esta especie de estructuración, más allá de la forma elegida para el negocio, al afirmar que la relación entre el fiduciante adherente y el fiduciario debe ser entendida como la de una verdadera compraventa, en la cual ese adherente reviste, para justificar tal recalificación del acto, la calidad de un adquirente singular a título oneroso. Por lo tanto, en esa dinámica real, cuando los sujetos involucrados puedan ser calificados como proveedor y consumidor respectivamente, corresponderá aplicarles las reglas protectorias sobre defensa del consumidor (arts. 1092, y sgtes. CCyC y ley 24.240)43. Resulta muy gráfico el fragmento de ese precedente, cuando afirma que “la protección del fiduciante-beneficiario debe acentuarse cuando este resulta ser un consumidor; y es que, si bien a veces el producto íntegro del desarrollo inmobiliario se reparte solo entre los fiduciantes originantes, en otros supuestos el fideicomiso se volcará al mercado con los consumidores mediante preventas y ventas. En este último escenario el estatuto del consumidor será aplicado al fideicomiso, sin importar el esquema utilizado: adquisición de unidades mediante boleto de compraventa con el fiduciario o mediante incorporación como fiduciante-beneficiario”. En el fallo mencionado, sobre esa concepción interpretativa, se condenó y responsabilizó al fiduciario y al fiduciante adherente, a la vez que se entendió como habilitada la facultad resolutoria a favor de la adquirente.

Evidentemente estas consideraciones nos obligan a reflexionar sobre la calificación que corresponde adjudicar a esta especie de negocios, más allá de su estructuración formal, cuando la realidad se impone y desplaza el velo formal impuesto. Para todo ello, la regulación protectoria del consumidor y eventualmente la conexidad contractual que pudiera verificarse, constituyen herramientas fundamentales para alcanzar ese objetivo y garantizar la finalidad protectoria del régimen consumeril.

Sin embargo, no podemos considerar que todo supuesto de fideicomiso al costo quede alcanzado por estas consecuencias, ya que lo que corresponderá en cada caso será determinar si el negocio esconde una situación como la descripta, o bien representa cabalmente lo que se desprende de su constitución y efectos. En este último supuesto la relación contractual podrá ser calificada como de consumo, pero no necesariamente con las consecuencias del fallo expuesto, si del contenido del contrato de fideicomiso surge claramente que el adherente tiene garantizados sus derechos y facultades por el rol que se le adjudica, y en definitiva, es ese carácter el que el adquirente asumió voluntariamente, libre de todo condicionamiento.

VIII. Palabras finales

Hemos pretendido fundamentar y justificar una realidad que actualmente resulta innegable: el consumidor inmobiliario encuentra hoy un ámbito de protección jurídica que no se diferencia, como otrora, de cualquier otro supuesto de contratación. Sin duda alguna esta afirmación se desprende del carácter dinámico y cambiante que el derecho de consumo presenta en su constante evolución.

Por eso podemos afirmar sin duda alguna, que los negocios inmobiliarios, la contratación inmobiliaria en particular, y los consumidores en este plano, están alcanzados ampliamente por las normas que regulan la materia. Estas, a su vez tienen una prevalencia normativa, sustentada en los mismos principios que fundamentan el derecho de consumo y que fortalecen su espíritu en la aplicación práctica.

La realidad negocial, la complejidad de los negocios, la contratación en masa, la profesionalidad para el desarrollo material de los emprendimientos inmobiliarios y su estructuración económica y jurídica no escapan a esta realidad. El régimen protectorio consumeril resulta entonces una adecuada respuesta para el consumidor final en este ámbito.

La doctrina y la jurisprudencia han marcado a su vez, y en gran medida, este camino, como punta de lanza que habilitó la amplitud de los elementos que componen la relación de consumo y sus elementos constitutivos. Esto confirma entonces, el carácter evolutivo que explicamos, que justifica históricamente su extensión al ámbito del derecho inmobiliario.

En ese orden de ideas, paralelamente, pero de modo integrativo, el fenómeno de la conexidad contractual ha coadyuvado para que esto ocurra, y especialmente ha sido determinante para explicar la aplicación de la protección al consumidor inmobiliario.

Queda aún mucho camino por andar. La tecnología y la complejidad cada vez mayor de los procesos productivos –a los cuales el ámbito inmobiliario no es ajeno– constituyen un desafío para que el sujeto legitimado y destinatario de esta protección goce de ella en el marco que solamente el estatuto del consumidor y sus normas pueden garantizar.

En definitiva, estamos ante un fenómeno novedoso y cambiante. La doctrina y la jurisprudencia darán respuesta a futuros planteos. El legislador deberá atender con precisión a esta evolución, porque el derecho de consumo, como anticipamos en nuestra introducción, recorre hoy ya, transversal e irreversiblemente, el derecho inmobiliario.


1 Muller, Enrique C. “Eficacia del Derecho del Consumidor”, Revista de Derecho Privado y Comunitario, 2012-1, Ed. Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2012, p. 125.

2 Rosatti, Horacio. “La ‘relación de consumo’ y su vinculación con la eficaz protección de los derechos reconocidos por el art. 42 de la Constitución Nacional”, Revista de Derecho Privado y Comunitario, 2012-1, Ed. Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2012, p. 90.

3 Lorenzetti, Ricardo L. “La relación de consumo”, en Lorenzetti y Shotz (dirs.) Defensa del Consumidor, Ed. Ábaco, Buenos Aires, 2003, p. 65.

4 Stiglitz, Gabriel A. “La defensa del consumidor en el Código Civil y Comercial de la Nación”, Sup. Especial Nuevo Código Civil y Comercial 2014 (noviembre), 17/11/2014, 137, Cita Online: AR/DOC/3858/2014.

5 Schiavo, Tomás P. “Defensa del Consumidor Inmobiliario y el Fideicomiso. A propósito del Daño Punitivo”, 8 de agosto de 2011, www.saij.jus.gov.ar, Id SAIJ: DACF110045.

6 Arias Cau, José M. C. “La tutela del consumidor inmobiliario y la responsabilidad por daño moral”, junio 2019, Revista Código Civil y Comercial, Bs. As., año V, Nº 5, p. 3, Id SAIJ: DACF190195.

7 CNCom, Sala F, 23/03/2010, “Banco Itaú Argentina S.A. c. Barrera, Héctor Hugo”, La Ley Online; Cita: TR LALEY AR/JUR/13203/2010.

8 CNCom, Sala D, 05/05/2010, “Consumidores Financieros Asociación Civil para su Defensa v. Banco Meridian S.A.”, LL Online. Cita: TR LALEY 70062093.

9 Arias, María P. “Legitimación para accionar en las relaciones de consumo”, RDCO 308, 04/05/2021, 99, Cita: TR LALEY AR/DOC/975/2021.

10 Arias, María P., op. cit.

11 Rusconi, Dante. “Consumidores y Proveedores Alcanzados por la Legislación de Defensa del Consumidor”, en Revista de Derecho Privado y Comunitario, 2012-1, Ed. Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 2012, p. 338.

12 Sigal, Martín, en Rivera, Julio C. y Medina, Graciela (dirs.), Esper, Mariano (coord.). Código Civil y Comercial de la Nación Comentado, 1ª ed., Ed. La Ley, Buenos Aires, 2014, p. 718.

13 Sigal, M., op. cit., p. 718.

14 Shina, Fernando H. “Los seguros y las relaciones de consumo. La figura del tercero expuesto en el Código Civil y Comercial. La acción directa de las víctimas contra las aseguradoras”, 17 de agosto de 2018, www.saij.gob.ar, Id SAIJ: DACF180181.

15 Shina, F., op. cit.

16 Shina, F., op. cit.

17 López Frías, Ana. Los contratos conexos, José María Bosch Editor S.A., Barcelona, 1994, p. 21.

18 Mosset Iturraspe, Jorge. Contratos conexos. Grupos y redes de contratos, Ed. Rubinzal Culzoni, Santa Fe, 1999, p. 35.

19 Acquarone, María T. “La conexidad contractual en los negocios jurídicos inmobiliarios”, ED, dic. 2020, (14.996).

20 Acquarone, María T. Los emprendimientos inmobiliarios. Marco jurídico y normativo. Modelos. Ed. Ad Hoc, Bs. As., 2007, p. 33 y sgtes.

21 Mosset Iturraspe, J., op. cit., p. 13.

22 Armella, Cristina N. “Contratos conexos”, en Sup. Esp. Nuevo Código Civil y Comercial de la Nación. Contratos 2015 (febrero), 25/02/2015, 203, Cita Online: AR/DOC/404/2015.

23 CNCiv. Sala I, 18/07/2003, “Sanz, Sonia M. c. Del Plata Propiedades S.A. y otro”, LA LEY 2003-E, 341.

24 CNCiv. Sala I, 18/07/2003, “Sanz, Sonia M…”, op. cit.

25 Gregorini Clusellas, Eduardo L. “El consumidor inmobiliario. Su tutela en la Ley 24.240 reformada por la Ley 26.361”, JA 2008-II-1261 – SJA 28/5/2008.

26 Morello, Augusto M. y de la Colina, Pedro F. Negocios Inmobiliarios, Librería Editora Platense, La Plata, 2007.

27 Muller, Enrique C. “Eficacia del Derecho del Consumidor”, en Revista de Derecho Privado y Comunitario, 2012-1, Santa Fe, 2012, p. 125.

28 Muller, E., op. cit., p. 145.

29 Armella explica con claridad y excelencia este fenómeno que puede verificarse en el leasing (conf. Armella, C., “Contratos conexos”, op. cit.).

30 Gómez Leo, Osvaldo R. y Aciega, María V. “Las reformas a la Ley de Defensa del Consumidor”, J.A., 2008-III-1353 y su cita 114.

31 SCBA, “Lobato, José L. c/Banco de la Provincia de Buenos Aires”, 17-12-2003, LL Online, AR/JUR/7164/2003.

32 CCivyCom Tucumán, Sala II, 13/03/2008, “Mercado Aniceto Antonio c. Gascrigon Muebles otra”, La Ley Online, Cita: TR LALEY AR/JUR/757/2008.

33 Bros, Sarah. “Los contratos conexos en el derecho comparado francés y argentino”, Sup. Especial Comentarios al Anteproyecto de LDC, 27/03/2019, 805, Cita: TR LALEY AR/DOC/670/2019.

34 CNCiv., en pleno, 12/03/2012, 12/03/2012, “Saez González, Julia del Carmen c. Astrada, Armando Valentín y otros s/ daños y perjuicios (Acc. Trán. c/ Les. o Muerte), La Ley Online, TR LALEY AR/JUR/1716/2012.

35 “Sanz, Sonia c/Del Plata Propiedades”, op. cit.

36 Gregorini Clusellas, op. cit.

37 CNCiv, Sala B, 19/08/2021, “Aun, Cecilia Marcela y otro c. A + P Emprendimientos S.A. y otros s/ cumplimiento de contrato”, La Ley Online; Cita: TR LALEY AR/JUR/123616/2021.

38 CNCiv Sala H, 19/10/2006, “Baredes, Guido Matías c/ Torres De Libertador 8.000 S.A y otros s/ Daños y Perjuicios”. Microjuris, Cita: MJ-JU-M-9622-AR|MJJ9622|MJJ9622.

39 En el mismo sentido, pueden citarse: CApel Cont. Adm. y Trib. CABA, Sala II, 09/05/2007 “Banco Hipotecario SA c/GCBA s/otras causas con trámite directo ante la Cámara de Apel.”, Microjuris, MJ-JU-M-18421-AR|MJJ18421|MJJ18421; CNCiv. Sala G, 09/08/2006, “Ortiz Pablo Darío c/ T.G.R. Hipotecaria SA s/ daños y perjuicios”, Microjuris, MJ-JU-M-8725-AR|MJJ8725|MJJ8725.

40 CNCiv, Sala A, 23/11/2021, “Cereijo, Joaquín y otro c. Administración Gómez Vidal SA y otros s/ daños y perjuicios”, La Ley Online, Cita: TR LALEY AR/JUR/184382/2021.

41 Acquarone, María T. (dir) Otero, Esteban D. (coord.). Derecho Inmobiliario, Ed. Di Lalla, Buenos Aires, 2018, p. 472.

42 Schiavo, T., op. cit.

43 Cámara 6a de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Córdoba, 14/04/2016, “Ahumada, Mariela Florencia c. Oliver Group S.A. y Otro s/ ordinario – otros – recurso de apelación”, La Ley Online, AR/JUR/16938/2016.

Artículos relacionados