Marcelo Eduardo Urbaneja
Vamos a comenzar con los temas que tenía previstos para esta disertación. Intentaré que no transcurra más de media hora o 40 minutos, y hacerlo dinámico dentro de lo posible. La temática es el dominio revocable y el dominio fiduciario en sus aspectos notariales y registrales.
La elección del tema ya está marcada por lo que entiendo tiene que ser el sino de nuestra función y mucho más en estos tiempos. Quiero citar a la nave insignia del notariado argentino, la revolución del notariado moderno de América Latina, muy caro al Instituto Argentino de Cultura Notarial, el maestro Carlos Alberto Pelosi, quien era uno de los que insistía en sus primeros escritos, cuando hablaba de la autonomía del derecho notarial, siendo crítico consigo mismo también, que parte de la función notarial tenía que comprender que nos tocaba inmiscuirnos en los temas de derecho de fondo e intentar allí tocar la óptica vinculada al ejercicio de nuestra profesión, aplicando normas hechas por personas que no las pensaron para nuestra profesión. Si lo hubieran hecho, a lo mejor la tarea nos hubiera sido un poco más fácil.
La empresa, sin embargo, no es estéril en ese sentido. ¿Por qué? Precisamente los dos temas que he escogido tienen significación muy diversa en la legislación vigente. Voy a destacar que todo lo que estoy diciendo son ideas que publiqué con anterioridad, con lo cual, con muchos de ustedes las he discutido; algunos hasta han tenido el dolor de escucharme hablar de lo mismo. Así que voy a separar los temas, en primer lugar, aludiendo al dominio revocable, y finalmente al dominio fiduciario.
Lo que tienen en general y en común es de toda evidencia, y es que se trata de dos de los más importantes dominios imperfectos para nuestro Código Civil y Comercial. En ese sentido, hay una innovación respecto al Código velezano porque evidentemente allí el dominio fiduciario tenía un tratamiento tan escueto que autores de renombre se preguntaban si realmente lo podíamos considerar existente; cuestión de historia respecto de la cual no me interesa ahora que hagamos un examen. Pero sí ya pasando al texto vigente, el dominio revocable entiendo que tiene un tratamiento en el código que es muy prolijo y que en este sentido se destaca como una excepción dentro de lo que entiendo que es la tónica habitual de este código. Saben muchos de ustedes que cuando era un anteproyecto, un grupo de autores y un grupo de docentes –entre los cuales me conté, humildemente, al final de todos ellos por supuesto, por el prestigio que tenía el resto– éramos críticos de la legislación que en aquel momento se proyectaba –y que finalmente terminó siendo vigente–, principalmente por una característica primordial que la destacaba y me parece que terminó siendo el rol más significativo del código: la incertidumbre. Estamos ante un código que está marcado por imprecisiones, ambigüedades tan evidentes que en muchos artículos y en muchos institutos admite respuestas con argumentos y resultados relativamente equivalentes.
Entonces tenemos que ayudarnos de otras fuentes del derecho y estamos dejando al juez en un rol que no es el que le corresponde: tiene que crear normas prácticamente exnovo ante lo que tenemos como norma imperante.
Los motivos son muy diversos –no es del caso analizar acá por qué el resultado es el que tenemos hoy– pero hay una causa que en este caso particular la quiero destacar porque es la que más se advierte precisamente en estos institutos, y es el proceso de atomización en su realización. Un proyecto de código puede estar encabezado por un grupo de personas, lo cual es saludable; lo que no lo es, es que falte coordinación, al punto que tenemos un código de 2671 artículos hecho por casi cien personas, en muchos casos con posturas totalmente opuestas y sin una armonización desde quienes debían coordinar. Ahí tenemos el resultado. En ese sentido, el dominio revocable vale decir que es –a mi modo de ver– una excepción.
De todos los temas que nos pueden interesar voy a escoger algunos en particular. Voy a comenzar con las causas que producen que un dominio sea revocable. En este sentido tenemos dos artículos del código que es menester destacar: el 1946 y el 1965. Si tomamos ambos artículos tenemos como resultado que las causas que hacen que el dominio sea revocable son dos: los plazos resolutorios y las condiciones resolutorias. No obstante esta idea que los autores reproducen, hay que añadir algunas otras. En primer lugar, hay que añadir el cargo en materia de donaciones, porque en materia de donaciones el tratamiento del cargo, a tenor de lo que indican los arts. 1562, 1569 y 1570, produce un dominio revocable porque, ante el incumplimiento de la persona obligada a cumplir con el cargo, el donante tiene acción para revocar esa donación y por lo tanto extinguir el dominio. No hay que confundir que el efecto no sea igual al de la condición resolutoria –en el sentido de la operatividad de pleno derecho en esta última y la necesidad de manifestación en el cargo– con el hecho efectivo de que cuando acciona y es judicialmente exitosa, esa medida que tomó el donante produce la revocación del dominio y la readquisición por el donante. Causa que no es igual a la condición, precisamente porque la condición opera de pleno derecho ante el advenimiento del hecho futuro e incierto, y esto es independiente de la voluntad que tenga el donante. En cambio, cuando se trata del cargo, ante el incumplimiento del obligado al cargo, el donante puede decidir especificar una acción enderezada a obtener un reclamo de daños –es decir, efectos personales– o puede decidir revocar el dominio, caso en el cual se produce otra causal.
Destaco que hablo de la revocación del cargo en las donaciones precisamente porque en materia de actos jurídicos en general el cargo no está dispuesto con efectos reipersecutorios, es decir, revocable con efecto reipersecutorio. ¿Por qué? Porque el art. 354 del código, en la parte general de acto jurídico, luego de hablar del plazo y de la condición, señala que el cargo es una obligación accesoria y que no tendrá el efecto de las condiciones resolutorias, salvo que expresamente así se pacte. Por lo tanto, si lo que yo celebro es una compraventa inmobiliaria con un cargo, el incumplimiento no faculta al vendedor a revocar la compraventa, salvo que expresamente lo hubiera estipulado; mientras que en materia de donaciones la regla es exactamente la inversa: ante el silencio de la especificación en la donación, el solo establecimiento del cargo atribuye al donante acción para revocar.
Por supuesto que el código también admite, dentro de la tónica general que toma de intentar que el dominio persiga su carácter perpetuo, que en las donaciones se establezca expresamente lo contrario; es decir, se quite al cargo el efecto reipersecutorio. Pero también se admite para el plazo resolutorio y para la condición resolutoria. Con lo cual, salvo que se pacte expresamente lo contrario, pasando revista entonces a la nómina de causas que producen que el dominio sea revocable, tenemos: el plazo resolutorio, la condición resolutoria, el cargo en las donaciones y finalmente los casos en que la ley expresamente crea un dominio revocable.
Acá la nómina es un poco más difusa, pero voy a recordar un caso, que es quizá el más difundido, que es el de la ley 24.441: el remate –mal llamado subasta en esa ley– produce un dominio revocable porque su art. 66 habilita a que el ejecutado, dentro de los treinta días, recupere el domino perdido, siempre y cuando pague un porcentaje, pague el precio y se haga cargo de algunas costas y alguna cuestión discutible que no viene al caso. En este sentido, el dominio es revocable porque quien adquirió en este remate mediante todos los requisitos necesarios –que como no es una subasta sino un remate son solamente el título y el modo de la manera ordinaria–, puede perder ese dominio adquirido dentro del plazo de treinta días. Por lo tanto, el carácter revocable acá en el tiempo es mucho más efímero, pero no deja de ser revocable.
La duda, dentro de la desprolijidad que tiene la ley 24.441 –que como todos sabemos son infatigables–, en este caso en particular es saber si los 30 días se computan desde el pago del precio o desde la aprobación del remate, de la liquidación para los casos en que corresponda; creo que sería desde el pago del precio pero esto es obviamente discutible.
El tema que sigue son los efectos que tiene y acá me voy a restringir obviamente a la materia inmobiliaria. El código en este sentido ha sido muy prolijo, al punto que tiene dos artículos que tratan la cuestión: el 1967 y el 1969. Ambos artículos a tal punto resultan coincidentes, que un buen cúmulo de autores señala –entiendo que con razón– que alguno de los dos es redundante. Pero lo cierto es que no son contradictorios ni incongruentes –que para este código es muchísimo decir–, así que no voy a avanzar en ese sentido con la crítica. Ambos artículos señalan que en materia de dominio inmobiliario, cuando se produce la revocación, esa revocación tiene efecto retroactivo; y con este efecto retroactivo deja sin efecto todos los actos realizados por el titular del dominio revocable. ¿Por qué hago hincapié en “todos”? Porque en el viejo régimen de Vélez, el art. 2670, que regulaba la misma cuestión, dejaba a salvo los actos de administración, tesitura que para muchos autores era justificable y en mi caso particular siempre entendí que no, que lo correcto es lo que dice ahora el código, no lo que decía antes. Lo cierto es que para un código tan plagado de incertidumbres, que tenga una línea directiva clara en materia de derechos reales, ya por sí solo es saludable. Y no hay –como se ha señalado– una contradicción con el 348 en materia de condiciones resolutorias. Ese artículo deja a salvo, precisamente como el viejo 2670, los actos de administración, y en este sentido no hay contradicción porque se trata de regla general contra regla especial. La regla especial es que si la condición resolutoria opera respecto de un derecho real de dominio van a caer todos los actos; si se tratara de derechos personales quedarán en pie los actos de administración. Insisto, tesitura que además me parece la correcta.
También esto se puede dejar sin efecto por expresa estipulación contractual. Y en esta línea general de efecto retroactivo, el código señala en casos muy particulares las excepciones. Es decir, el código ha dicho que casos como por ejemplo la revocación por ingratitud en materia de donaciones (art. 1571) quedan a salvo del efecto retroactivo, lo cual es sumamente coherente porque si no, sería imposible poder calibrar la buena fe de quien adquiere dado que es imposible que pueda saber o deber saber, en los términos del 1893, si el donatario que le está vendiendo cometió un acto de ingratitud o no. Así que en ese sentido también es correcto lo que el código señala.
Finalmente, el tema de la duración del dominio revocable. Hay una incorporación en el código, que es el art. 1965, puntualmente su tercer párrafo, que establece ahora que toda condición resolutoria que cause el carácter revocable del dominio tendrá un plazo máximo de 10 años. Esto significa, en palabras del artículo colocadas ahora con este sentido práctico que me mueve, que diga lo que diga esa condición resolutoria, se hayan estipulado los plazos que se hayan estipulado, si supera los 10 años de duración y no ha acaecido la condición resolutoria, el dominio se transforma en perfecto. Y el artículo en este sentido es tan prolijo que además, para evitar todo tipo de discusión, señala que el plazo se computará desde el otorgamiento del título; es decir que no importa si no se cumplió el modo; en este sentido no habrá todavía dominio pero para dejar de lado todo tipo de inquietud, los 10 años se computan desde allí.
Se ha controvertido al menos la aplicación a supuestos como la donación con derecho de reversión. Yo no tengo la menor duda de que ahí se tiene que aplicar, porque justamente si hay un caso arquetípico en Argentina de dominio revocable es la donación sujeta a derecho de reversión en caso de premoriencia del donatario. Ese es el verdadero caso de dominio revocable, no “si el barco llega de Asia”; ya pasamos esa época prejustiniana. Así que en este sentido, como se aplica también a este caso, si transcurridos diez años desde el otorgamiento de la donación no falleció el donante ni falleció el donatario, el dominio queda en cabeza del donatario como un dominio perfecto.
Otra inquietud que ha planteado el artículo, en mi parecer incorrectamente, es saber si se aplicaba ese mismo tope de diez años cuando había un plazo resolutorio y no una condición. Y un grupo de autores muy destacados ha señalado que en rigor de verdad el artículo solo habla de la condición resolutoria cuando debió haber aludido también al plazo resolutorio. Entiendo que es incorrecta la crítica. En todo caso, es una decisión de política legislativa, adecuada o no, pero no admite dudas ni incongruencias. ¿Por qué? Porque es razonable que al legislador le haya preocupado la condición resolutoria y no el plazo resolutorio. La condición resolutoria, como es un hecho futuro e incierto, ocasionaba durante el régimen anterior la incertidumbre de saber en qué momento teníamos por firme que el dominio pleno iba a corresponder al transmitente o al adquirente. Por eso se le coloca un tope. En cambio, el plazo, como es un hecho futuro y cierto, permite con toda certeza saberlo al propio momento del otorgamiento y por eso no hay ningún inconveniente en que se transmita un inmueble sujeto a un plazo resolutorio que supere los diez años, por ejemplo, doce. En tal caso no se transforma en perfecto a los diez; seguirá hasta los doce, porque de antemano sabemos cuál es el momento en que va a acaecer.
Ese plazo de diez años, además, puede finalizar antes si se pacta así o si son los supuestos en que el código expresamente prevé plazos resolutorios o condiciones resolutorias con plazos más breves. Por ejemplo, los pactos especiales en la compraventa. Los pactos especiales en la compraventa permiten comprender que el plazo máximo de duración será de cinco años; lo dice el 1167 para los pactos de retroventa, de reventa y de preferencia; este último con una pésima técnica legislativa, deja muchas incógnitas, pero como mucho, transcurridos cinco años sabemos que el dominio será perfecto.
Y sostengo exactamente lo mismo en materia de donación con cargo cuando no se estipuló plazo para la duración del cargo. Porque como el cargo es una obligación accesoria, cuando transcurren cinco años desde el momento en que debió haberse cumplido, está prescripta la acción salvo interrupción, y por lo tanto el dominio que durante ese tiempo fue imperfecto, revocable, se transformó en perfecto. Si no ocurriera así, llegado el plazo de 10 años también se transformaría en perfecto en el caso del cargo.
Finalmente, queda por considerar la relevancia registral de estas cuestiones, siempre muy sensibles. Es comprensible la falta de adecuación en el régimen precedente, con un legislador que naturalmente no abordó la temática registral. No es comprensible ni es dispensable esta falta de coordinación cuando se trata de autores que escribieron con la vigencia de la 17.801, nuestra ley registral.
Hay solo un artículo, muy tímido en este sentido, que es el 1968, que algunas cosas que dice suenan coherentes y otras requieren mucha armonización.
Voy a sintetizar lo que al respecto se resolvió en dos congresos nacionales de derecho registral: 2009, en la ciudad de Santa Fe, y 2015, en la ciudad de Rosario; 2009, régimen precedente; 2015, régimen vigente, primer congreso de derecho registral que se hizo con el código en vigor. En ambos me cupo el honor de ser el coordinador nacional del tema que trataba estas cuestiones. Con los matices del caso, en ambos se resolvió que el carácter revocable del dominio y por lo tanto los efectos retroactivos que tenía en materia inmobiliaria –con las salvedades que realicé– son oponibles a cualquier clase de terceros, por distintos motivos. Para quien adquiere el dominio por vía voluntaria –por ejemplo un comprador– surge obviamente de la publicidad cartular dimanada del propio título de propiedad; obligación del escribano de tener a la vista por el art. 23. Para los adquirentes sucesivos surge la misma obligación por el estudio de títulos, y ahora está expresamente consagrado en el 1902, con un lenguaje un poco críptico, y en el 1138, con el lenguaje correcto.
Para los terceros –por ejemplo embargantes– la tesitura es exactamente igual, solo que ellos no tienen la obligación de tener a la vista el título inscripto. Pero nada los dispensa de verificar la matricidad del título de la persona de quien embargan; porque de lo contrario estaríamos diciendo que el sistema argentino inmobiliario se transformó, para ese embargante, en constitutivo o convalidante. Tanto más cuando ese embargante es una persona que no sabemos si tiene un derecho, y si lo tiene, a lo mejor es personal, porque el embargo es una medida precautoria. Con lo cual, con más razón le es oponible.
Distinta cuestión es qué es lo que corresponde realizar en sede registral. Porque si en el Registro de la Propiedad expresamente consta la existencia de la cláusula que produce la revocación del dominio, obviamente le es oponible al que adquiere y además el Registro debe obrar en consecuencia; es decir que producida, por ejemplo, la reversión por fallecimiento del donante, el Registro debe inscribir al donante como titular nuevamente, con el asiento intermedio de la titularidad del donatario, desplazando a todo tipo de situación jurídica que se le oponga que haya nacido en cabeza del donatario, por estas mismas reglas.
Cuando no surge del Registro, obviamente el Registro no puede operar con la publicidad cartular, pero el resultado será el mismo, solo que en sede judicial. Si no surge el carácter revocable, el embargante va a sostener la oponibilidad de su embargo al donante, que va a recuperar el dominio. Pero cuando el donante interponga la acción, el resultado judicial con los artículos que vemos es ése, porque ese embargante también estaba obligado a consultar las constancias del título. En ese sentido se resolvió en ambos congresos nacionales de derecho registral.
Brevemente paso al segundo tema, que es el dominio fiduciario, y en este sentido voy a aludir a algunas cuestiones que me parecen interesantes y también, al igual que lo que acabo de comentar, con relativamente escasa armonización doctrinaria.
El primero de ellos es la cuestión de la duración. Sabemos que la manera en la que se plasmó el dominio fiduciario obedece a una idea de los autores de colocar en capítulos sucesivos al contrato de fideicomiso y al dominio fiduciario. Ambos –capítulos 30 y 31– cierran el sector de los contratos. Esto ha recibido la crítica doctrinaria por la ubicación del dominio fiduciario. Siendo una especie de dominio imperfecto, correspondía colocarlo en el lugar relativo a los derechos reales. El argumento de defensa de algunos de los que proyectaron estas normas es que en este caso ameritaba este vínculo para poder armonizar las normas. Y cabe responderles: menos mal. Porque si así como está, queda absolutamente desconectado, si hubiera estado en otro libro ni lo quiero imaginar.
El motivo por el que esto pasa es el mismo que con la 24.441. Con esa ley, que hasta que aparecieron otras posteriores era una de las de peor técnica legislativa que teníamos en Argentina en el aspecto notarial, registral e inmobiliario, ocurría que fue pensada exclusivamente por el sistema financiero y exclusivamente para el sistema financiero. Entonces, esos aspectos eran cuidados; todos los otros, en general, no. Los autores del nuevo código tomaron de la 24.441 algunos aspectos positivos y los mantuvieron; algunos aspectos malos y los mantuvieron, y algunos aspectos pésimos y los empeoraron. Y eso lo vemos nosotros en la regulación que tiene el tema que me ocupa.
Hay artículos profundamente contradictorios; justamente en materia de duración es en donde se ve. Cuestión que ha pasado también desapercibida quizá porque a veces los que comentan los artículos de dominio fiduciario no comentan contrato de fideicomiso y viceversa. Y cometemos –siempre hay por supuesto casos de excepción honrosos– el mismo error que cometían los autores del código: atomizamos el análisis.
Vamos a ver. Todos tenemos por sabido que el contrato de fideicomiso, al igual que lo que ocurría antes, tiene un plazo de duración de 30 años y en supuestos de excepción –con beneficiarios incapaces o con capacidad restringida– se puede prolongar. No se suele mencionar que hay un caso que se permite que el plazo dure más y que son los contratos de fideicomiso en los cuales el inmueble fideicomitido esté sometido a la ley de inversiones de bosques cultivados, número 25.080, que en su art. 30 prevé expresamente que el contrato de fideicomiso que lo tenga por objeto podrá durar más que ese plazo sin ningún límite, siempre y cuando expresamente se establezca la duración, con lo cual, podría ser entonces que durara 100 o 120 años. Esa ley se dictó por supuesto en vigencia de la 24.441. Como no fue expresamente derogada, continúa con el nuevo código. Hubiera sido de desear que esto se incorporara con una sistematización expresa, pero, en fin, es una cuestión de técnica legislativa que no toca el fondo de este asunto.
Ahora bien, este plazo, ¿es el plazo de duración del contrato de fideicomiso o es el plazo de duración del dominio fiduciario? ¿Por qué menciono esto? Porque los artículos que están en contrato de fideicomiso se orientan a decir que este plazo de duración es el del contrato de fideicomiso. Dice el 1667, alusivo al contenido del contrato de fideicomiso, en su inciso e), que deberá designarse la persona a la que deberán transmitirse los bienes al finalizar el plazo. El 1668, lo mismo: persona a la que se deberán transmitir los bienes. El 1698, lo mismo.
Sin embargo, a partir del art. 1700 empieza dominio fiduciario. ¿Qué dice allí? El 1706 dice: cumplido el plazo, el fiduciario se transformará en tenedor a nombre del dueño perfecto. Este es un caso de constituto posesorio (si nos quedamos con el 1706) que está previsto legalmente.
¿Cuál es el problema? Que estos artículos son contradictorios, y en la óptica notarial esto tiene una trascendencia fundamental. Lo que ocurre es que todavía no la hemos visto porque muchos de estos contratos se han prorrogado o su duración sigue. Si tomamos en cuenta los tres artículos de contrato de fideicomiso, cuando llegamos a los 5, 10, 30 años o lo que fuera, el fiduciario sigue siendo dueño pero nace en él la obligación de transmitir a quien corresponda. Si tomamos en cuenta el art. 1706 de dominio fiduciario, llegado el plazo de 5, 10, 30 años o el plazo que sea, el fiduciario se transforma en tenedor a nombre del dueño perfecto, que va a ser el fideicomisario o el fiduciante. Con lo cual, es tan sencillo como decir que no sabemos si transcurridos los 30 años, un día el dueño es el fiduciario o el dueño es el fideicomisario. Ni quiero aludir a las implicancias registrales. Imagínense que el Registro de la Propiedad se inclinara por una de las dos tesis, por ejemplo por la que dice que transcurrido el plazo dejó de ser dueño, tesis que tiene sus argumentos, ni más ni menos que un artículo del código que lo dice con toda claridad. De esta manera diría: mire, cuando transcurra el plazo, usted no puede prorrogar el contrato, haga una nueva transmisión, porque el dueño pasó a ser el fideicomisario, el fiduciante o quien sea. Si tomamos los artículos de contrato de fideicomiso, no.
La contradicción es insalvable; los artículos en ese sentido son categóricos. El motivo es muy evidente: el que redactó los artículos de contrato de fideicomiso pensó en la ley 24.441; el que redactó el 1706 de dominio fiduciario, copió –entre comillas– el art. 1968, el artículo de dominio revocable, que dice exactamente lo mismo que el 1706 pero para esa variante del dominio desmembrado. Lo cual está perfecto en dominio revocable, pero jamás en dominio fiduciario. Esta contradicción solo se salva orientando la respuesta a uno de los grupos de normas.
Por el famoso artículo 2 de los principios, valores, finalidades, etcétera, me inclino por los artículos vinculados al contrato de fideicomiso, que parecerían representar mejor el espíritu, y sobre todo que serían absolutamente congruentes con la definición del contrato de fideicomiso del art. 1666, que copia el art. 1° de la ley 24.441, y es la que explicamos siempre: que es un contrato por el cual el fiduciante está obligado a transmitir al fiduciario y el fiduciario a obtener frutos a favor del beneficiario, y al finalizar, a transmitirle al fideicomisario, o al fiduciante o al beneficiario. Entonces, como la obligación de transmitir surgiría de la definición, ante esa contradicción me inclino por la finalidad que parece haber tenido el autor, y no por esa copia mal hecha de este art. 1706, en dominio fiduciario.
El último tema que voy a aludir es el que me parece más contradictorio y más lamentable, con la enorme diferencia de que es tan absurdo el texto literal de estos artículos que solo se salva con una interpretación que por suerte todos los autores siguen. Es el tema de las facultades del fiduciario y las consecuencias que tiene el incumplimiento.
Intentando ser sistemático, vamos a recordar dos cuestiones. La primera es el tipo de limitaciones que puede existir para el fiduciario. Dado que en principio es un dueño, se supone que como tal puede hacer toda clase de actos de disposición o administración, con las excepciones que el código establece. Por eso muchos autores señalan que el carácter absoluto no estaría del todo perdido en materia de dominio fiduciario; un tema interesante que me trasciende.
Claro, como la figura del fiduciario es una mezcla rara de Museta y de Mimí –como el tango de González Castillo–, alguien lo previó para fideicomiso como si fuera un administrador de bienes ajenos, y alguien lo previó en dominio fiduciario como un dueño, entonces hay dos artículos que limitan en dominio fiduciario –1703 y 1705–, y uno que limita en contrato de fideicomiso, el 1668.
En ese sentido, las limitaciones que puede tener el fiduciario son tres: puede estar limitado por la necesidad de contar con la conformidad del fiduciante, beneficiario o fideicomisario; puede estar limitado por las prohibiciones de enajenar (en este sentido superando una vieja disputa de manera saludable, incorpora lo que la mayoría preveía); y hay un tercer límite, mucho más difuso, que son los famosos fines del fideicomiso. En ese sentido, la convicción de los autores desde el punto de vista del análisis registral y la ponderación notarial es más o menos concorde. Están de acuerdo, con alguna excepción más o menos notable –por suerte creo que nunca asumida por otro autor–, en que el Registro de la Propiedad y el notario pueden calificar y por lo tanto ser responsables por las limitaciones objetivas, es decir, conformidad de ciertas personas o prohibiciones de enajenar, que son las únicas percibibles. Los fines del fideicomiso claramente no.
La cuestión que importa –y acá va la segunda parte– es qué consecuencias tiene violar estas prohibiciones. Y en ese sentido una muy vieja Jornada Nacional de Derecho Civil, del año 1997 –dos años después de entrar a regir la ley 24.441–, realizadas en la UBA, dijeron por mayoría que la consecuencia de vulnerar estas cláusulas, estas prohibiciones, era la nulidad. Una postura minoritaria dijo que la consecuencia era validez pero con acción de daños contra el fiduciario. Creo que lo que dijo la postura mayoritaria es la interpretación correcta. No me parece la mejor de lege ferenda, pero con los textos entonces en vigor no creo que haya dudas.
Esa misma discusión se podría replicar hoy, porque los artículos son más o menos equivalentes. La respuesta entonces sería la misma, a tal punto que después de aquel momento casi todos los autores que escribieron se inclinaron por lo que en aquel tiempo fue mayoría. Estoy otra vez de acuerdo, de lege ferenda, que lo ideal sería otra cosa, pero es una discusión aparte.
Hasta acá entonces queda claro que esa vulneración tiene esta secuela de invalidez. La cuestión es saber cómo le es oponible a terceros, y acá es la peor parte del 1688, porque se lo ha pretendido salvar y entiendo que su texto no lo admite. Dice el artículo que el contrato podrá incluir limitaciones a la posibilidad de enajenar, inclusive la prohibición, las que en su caso deben ser inscritas en los registros correspondientes a esos bienes; léase, no en el registro público –que nadie sabe lo que es– de contratos de fideicomisos sino en el registro inmobiliario, automotores, buques o aeronaves. Sigue diciendo: esas limitaciones no serán oponibles a los terceros interesados y de buena fe. En aquel Congreso Nacional de Derecho Registral de 2015 repetí lo que señalé cuando era un proyecto en el 2012, y es que tomado literalmente era inaplicable este artículo. ¿Por qué? Bueno, porque no hay absolutamente ninguna manera de que alguien que contrate con el fiduciario pueda ser interesado y de buena fe si las prohibiciones están en el contrato. Ni digo si están inscriptas. Porque si lo tomara literalmente se refiere a estas limitaciones inscriptas, lo cual nos llevaría a cambiar una vieja discusión. Hasta ahora discutíamos la “oponibilidad de lo no inscripto”. Si siguiéramos la letra, estaríamos discutiendo la “inoponibilidad de lo inscripto”. Daríamos vuelta todo el sistema registral.
Así que esta idea crítica fue asumida por diversos autores. Destaco el tratado de uno de los maestros que se fue este año, el doctor Jorge Horacio Alterini, en coautoría con dos de sus hijos, que cita mi trabajo y señala que ante el texto del 1688, correcciones aparte y matices si se comparte o no esta lectura tan crítica que hago, lo cierto es que no se puede leer como está, y la única manera de interpretarlo es que solamente serán inoponibles a los terceros aquellas cláusulas que no consten en el documento inscripto. Lo cual implica releer el contenido del artículo.
Alguna opinión pretendió responder esta crítica que yo hacía señalando que había una manera de interpretarlo que podía darse y es cuando se realiza una modificación del contrato de fideicomiso que no se inscribe y ahí se incorporan las cláusulas prohibitivas. Ocurre que eso no es lo que dice el artículo. Por supuesto que ahí serían inoponibles, pero el artículo no dice eso. Lo que dice el artículo es que las cláusulas están en el contrato; con lo cual, repito, el texto así como está es un dislate y una contradicción absolutamente inaplicable, de las tantas que tiene este código. En ese sentido, solo se admite como temperamento lógico que resultarán inoponibles y alguien podrá ser interesado y de buena fe solamente si esas prohibiciones, de cualquier clase, no están en el contrato y por supuesto no están inscriptas.
Finalmente, una reflexión para terminar. Nombré al maestro Carlos Alberto Pelosi, de cuyo nacimiento en 2018 se cumplen 110 años. También este año se cumplen diez años del fallecimiento de una lumbrera del derecho registral, aplicado y aplicable, que fue el maestro García Coni. Y él es uno de los que decía que para entender derecho registral en Argentina, además de leer derecho registral había que entender historia, economía, sociología, federalismo, única manera de explicar, aprender y entender el derecho registral.
Y el recuerdo me parece muy relevante en tiempos como éste, cuando hoy nos desayunamos con un decreto que vuelve 40 años hacia atrás, al famoso decreto-ley 19.724 de anotación de boletos, en que registrábamos algo que no existía. El retorno a estas ideas demuestra un desconocimiento de la realidad. Parece otra vez que les estamos dejando el derecho argentino a personas que practican con tesis doctorales haciendo decretos. Esto se está saliendo de foco, aunque lamentablemente no me extraña. Cuando se habla de la posible extinción del notariado, lo que me gusta decir –y muchos me han escuchado– es que esto es posible con nuestra profesión como con cualquier otra, siempre y cuando se cambien los paradigmas, para usar una de las frases que pusieron de moda los autores del código. Para que desaparezca el notariado no hace falta desaparecer el papel. La verdad es que cuando apareció la computadora se dijo lo mismo; pasaron treinta años y hacemos el doble de cosas que en aquel momento. Para que desaparezca el notariado tendría que pasar que la legislación argentina renuncie a uno de los númenes que tiene el propio código, que es la seguridad preventiva. El código ahora la incorpora en derecho de daños, en la letra del código, a partir del 1710. Si entonces cambiamos de seguridad preventiva a seguridad informática, bueno, ahí dejaríamos de existir. Eso sí, el sistema no funcionaría. Hoy nuestra profesión tiene mucho más de asesoramiento y el deber de redacción adecuado –y lo dicen los fundamentos del anteproyecto–, sobre todo esquivando estas contradicciones, que de plasmar actos en un papel más o menos seguro (que, a lo mejor, con el paso del tiempo cada vez sea más seguro y cada vez sea menos papel).
No extraña esta inconsistencia legislativa. Yo quiero cerrar recordando una de las tantas incongruencias del código que me parece lamentable pero que está a tono con estas ideas que intentan que el notariado deje de tener el calificativo de latino. No me importan las uniones ni los congresos, seremos con raigambre latina porque así es nuestra función.
Pero no hay que olvidarse que los que proponen que eliminemos el género de los artículos de algunos pronombres, de algunos sustantivos y de algunos adjetivos son personas que aplauden idiomas que no tienen género en los artículos, en los sustantivos ni en los adjetivos. Esto no es casual.
Y tampoco es casual que este código me diga en el artículo 69 que si yo quiero llamarme Roberto tengo que ir a un juez, designar un abogado y tener un proceso judicial, de resultado incierto, duración incierta y costo incierto. Pero en cambio, si me quisiera llamar María, con barba y todo, me presento, digo que ésa es mi “identidad autopercibida” y me lo tienen que cambiar, sin abogado, rápida y gratuitamente. Esto es culpa del legislador y de la anomia de la sociedad. Muchas gracias. (Aplausos.)
* Extracto de la sesión pública del 29 de octubre de 2018, en la cual se produjo la incorporación del autor como miembro de número de la Academia Nacional del Notariado